La cazadora de historias (con ayuda de Azorín)
Es la tarde de un
jueves que cierra una semana de calamidades domésticas. Son cerca de las siete
y descubro una E burlona, junto a los mandos del lavavajillas. Ni agua ni
detergente y muestra con descaro los platos secos y sucios. Ahí te quedas,
majo, que yo me voy. Decido que es un buen momento para apresar historias
urbanas burgalesas, con bolígrafo y libreta. Si no las hay, o no se
dejan, al menos habré andado los diez mil pasos y las nosecuantas
calorías. Un libro por si me aburro, venga a la bolsa, zapatillas y en marcha.
Salgo, en busca del hilo tejedor.
Es la calle Ana María
Lopidana. La larga cola junto al Auditorio, la vecina me dice que es para un
concierto de música militar, pues pasado mañana es 12 de octubre. El anciano del sombrerito tirolés tararea
bajito: “como el vino de Jerez y el vinillo de Rioja”. Las señoras del pelo cardado ríen divertidas.
Es la Plaza de
España. El hombre de gorrita ridícula de franjas rojas y verdes, no sé qué
pinta junto a los niños y los papás del centro de inglés. La mujer
del enorme floripondio en el pelo espera el autobús, junto al hombre con cara
de pocos amigos. Las tres mujeres sentadas bajo la marquesina, las de los lados
obvian a la de en medio que mastica su misterio doloroso:
“yo tenía nueve años cuando se murió mi madre”.
Es la calle Santander.
Leo “Defendamos el Centro Social Recuperado”. Los que sujetan la pancarta
corean “Así, ni un paso atrás, contra el desalojo, lucha popular”. Y los
destinatarios invisibles, un foro de banqueros y empresarios, están reunidos en
las profundidades del palacio donde Felipe el Hermoso perdió la última jugada contra su taimado y católico suegro. Uno pregunta de qué va esto, otro encoge
los hombros. El del altavoz informa de maniobras especulativas, operaciones de
blanqueo, directivos corruptos y tarjetas black. Acostumbrados a esa lluvia de
palabras, muy pocos se paran a escuchar. La gente entra, busca entre los trapos
y sale parapetada por bolsas de papel.
Calle Santander (Burgos), el 10 de octubre poco después de las siete de la tarde.
De vez en cuando alguien deja caer una moneda en el plato de la oronda perra Luna que duerme plácidamente y el mendigo rumano sonríe. Una señora me cuenta que la perrita se comió unas hierbas del río y se puso muy malita y hubo que operarla y la operación costó trescientos euros y la gente colaboró para pagar al veterinario, figúrese usted trescientos euros para quien se gana la vida pidiendo limosna.
Junto a esta tienda podéis ver habitualmente a la perra Luna.
Al llegar a los
Portales de Antón, ya no veo ni escucho. La varita mágica del hada Creativa
podría concederme la gracia del hilo conductor, pero me ha abandonado. En su
lugar, el hada Prosaica no cesa con su aguijón: para qué pierdes el tiempo en
embriones de historias inconexas, no escribas disparates que solo son fruto de
tu imaginación, vamos que ya eres mayorcita. Yo la replico: sí, hada Prosaica, figúrate
que “va el hombre de la gorrita roja y verde y dice a los de la pancarta que la
perra Luna mordió a un banquero porque quiso darle una limosna pagando con su
tarjeta black”. ¿No quería usted un disparate? ¡En fin! Guardo el bolígrafo y
la libreta en la bolsa, concluyo que la única conexión clara de mis apuntes es:
“cada uno va a su bola”. Sigo mi paseo y cruzo hacia el Espolón.
Han instalado una
caseta amarilla, al principio del paseo. Una voluntaria de Amycos me vende unapapeleta de tres euros para la carrera solidaria de patitos de goma, en el río Arlanzón. La recaudación es para mantener el comedor
social San Vicente de Paúl. La mujer que me la vende me habla con entusiasmo de
de la Casa de Acogida, el único sitio
abierto por las mañanas para los que duermen en los cajeros automáticos, allí
les dan calor y cartas y televisión y
talleres. Le cuento que cuando daba clases en el centro de adultos tenía
alumnos que pasaban demasiadas horas en la biblioteca y se marchaban de clase disparados
cuando llegaba la hora de la cena de Cáritas. La voluntaria me anima a ser voluntaria, le advierto que no soy una persona religiosa y ella me dice:
“bueno, nosotros lo hacemos por algo”.
Me despido de ella y sigo andando Espolón arriba.
Mis apuntes y el patito 3190.
No quiero andar más, el libro que llevo en mi
bolsa me está pidiendo una relectura. Entro en la cafetería Ibáñez, está libre
el rinconcito del fondo, tomaré un café o un té con leche. Abro Confesiones de un pequeño filósofo de Azorín, ajena a la marea de conversaciones que sube de
tono a medida que sirven los chocolates y los churros. Leo en “Yecla”:
"Y esta tristeza, a través de siglos y siglos, en un pueblo pobre, en
que los inviernos son crueles, en que apenas se come, en que las casas son
desabrigadas, ha ido formando como un sedimento milenario, como un recio
ambiente de dolor, de resignación, de mudo e impasible renunciamiento a las
luchas vibrantes de la vida. "
Entro en la casa del
bisabuelo de Azorín. Las viejas con rosario y los vecinos pobres, que deben ser
casi todos, entran sin avisar, para calentarse en la cocina. Entro en la del tío
Antonio, donde una vieja “arrugada y
pajiza”, se asoma a la entrada y reza “por
todos los difuntos de la casa”, a cambio de “una limosnica, por el amor de Dios”. Nadie sale y la pobre vieja
se queda sola con sus “Ay, Señor” y
los “Cu-cú” del “pequeño monstruo” del reloj.
La frontera entre los
ricos y de los pobres la marca el calor y el alimento, entonces y ahora.
Tristeza de siglos, sí, maestro Azorín. Resignación también.
"Cuando ya sentados en la mesa, llegaba el momento en que sacaban el
cocido, yo veía que esta era la más íntima e intensa satisfacción de mi tío
Antonio… Y luego, su sensualidad consistía (además de oír la música de Rossini) en devorar beatamente los garbanzos,
la carne grasa, las patatas redonduelas y nuevas. Y yo lo veo, con su cara
redonda y su papada, cómo rosiga y sorbe los huesos, como los golpea contra el
plato para que suelten la blanda médula.”
El servilletero
contiene un mensaje: “Mi playa ideal
está llena de palmeras de ¡¡chocolate!!”. Y voy yo y cedo a la tentación, ni café ni té,
un chocolate. Unos churros serían demasiado, un croissant será suficiente. "¡Qué
bien vas a merendar!" me dice sonriente la camarera.
El chocolate me saca
del comedor del tío Antonio. Adriana, una niña de unos siete años, con un lazo enorme, va a celebrar desganada su
cumpleaños. La mamá busca sitio, juntan dos mesas y me dejan cercada por su
conversación. Va a venir el abuelo. Mira, una muñequita con alas de mariposa
dentro de una burbujita, la luz cambia de color. Trae el bolso de la abuelita,
mi vida, saca eso y ábrelo, es un puzzle muy bonito. La camarera ve la cara de disgusto de
la niña y colabora: "felicidades mi chiquitina, luego te voy a dar algo". Llega
el abuelo. Cinco chocolates, seis churros por ración. Adriana no lo prueba y,
aburrida, pulsa una y otra vez el botón
de la luz del juguete. "Se ha muerto el padre de Charo, un amigo nuestro del
pueblo". Mira qué bonito, tiene siete colores.
La camarera me señala divertida: "tienes una mancha aquí". El chocolate ha dejado su huella delatora. Miro el reloj, se acabó el cazar historias por hoy. Me quedo
sin saber qué le pasa a Adriana. Estoy tentada de contarle que al niño Azorín,
en su colegio, lo levantaban a las cinco de la mañana y si tardaba un poco se
quedaba sin chocolate. Después, “poníamos
la cabeza bajo la espita y nos corría la helada agua por la tibia epidermis con
una agridulce sensación de bienestar y desagrado”.
Ando lo desandado
pero ya no hay ni rastro de mis historias cazadas. El papel es paciente, el
ordenador también, y tal vez la varita mágica del hada Creativa me ayude, en
otra ocasión, a tejer más hilos conductores.
Me espera la E, de error, del lavavajillas. Ya
no me importa. La literatura ayuda a vivir.
María Ángeles Merino
Moya
(Historias reales atrapadas el día 10 de octubre, de siete a nueve de la tarde, en Burgos)
(Palabras en rojo tomadas directamente de "Las confesiones de un pequeño filósofo", Azorín, Narrativa Austral, edición de José María Martínez Cachero, 2014.)
Pinchad aquí.
(Historias reales atrapadas el día 10 de octubre, de siete a nueve de la tarde, en Burgos)
(Palabras en rojo tomadas directamente de "Las confesiones de un pequeño filósofo", Azorín, Narrativa Austral, edición de José María Martínez Cachero, 2014.)
Pinchad aquí.
5 comentarios:
Las historias de la vida en la calle atrapadas para siempre por la escritura. ¿Cómo se habrán resuelto?
¡Anda qué chulada! A mí se me ocurren historias según voy en el metro, observando a la gente, pero luego tal como las pergeño se me olvidan.
¡Qué bien que lo resolviste "ahí te quedas, majo"!
y a pasear jajajajaja
Ya habrá tiempo para solucionar esos percances de la vida cotidiana.
Muy divertido tu texto.
Besos
Pedro Ojeda: Eso me pregunto yo. Y había muchas más. Nunca pensé que me iba a encontrar con tanto. Besos.
La seña Carmen: En el metro tienen que salir muchísimas, con papel y boli quedan cazadas. Apergeñar historias. Besos.
Myriam: lo de majo es muy de Burgos. El paseo es muy terapéutico, tiempo hay,como dices. Besos.
Pues sí, han quedado muy bien atrapadas esas historias que normalmente se las lleva el aire.
Me gusta como las vas describiendo y escrbiendo basándote en el maestro Azorín.
Besos
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