El capítulo comienza con una fresca mañana, como ésta de hoy, 29 de julio de 2010, por lo menos aquí. La de don Quijote creo que era de mediados de agosto.
Comentario al capítulo 2,60 del Quijote, publicado en "La acequia".
De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona
Llevamos leído mucho Quijote, novela sin frío, calor, lluvia, viento ni tormentas. Sin embargo, con muy escasos datos, nos situamos en un cálido y seco verano manchego o aragonés. Las inclemencias del tiempo se obvian en este libro; pero, en el capítulo 2, 60, la mañana es fresca y el día lo va a ser también. Están pasando de tierras aragonesas a tierras catalanas…
Don Quijote sale de la venta con instrucciones acerca del camino que ha de tomar para ir derechito a Barcelona, sin pasar por Zaragoza. Ha de quedar como mentiroso ese “nuevo historiador” que le ha puesto de chupa de dómine.
Al cabo de seis días de monótono camino, se les hace de noche entre una espesa arboleda. Amo y mozo se recuestan sobre unos troncos, procurando que se adapten a su anatomía, algo difícil. Un poco durillos el colchón y la almohada…
Sancho duerme pero don Quijote no pega ojo, viajando con el pensamiento. Las imágenes van y vienen: la cueva, una soez Dulcinea brincando sobre la pollina, Merlín que pone condiciones y Sancho, tan flojo y escasamente caritativo, que sólo se ha dado cinco azotes.
No se imagina el durmiente Sancho lo que está tramando su amo. Enojado, piensa que si a Alejandro le dio lo mismo cortar que desatar, lo mismo será que los azotes se los dé otro. Él mismo puede propinárselos. ¡Qué idea! ¡A por él!
Y, ni corto ni perezoso, agarra las riendas para zurrarlo y comienza a desatarle las dos cintas de los greguescos, una especie de pantalones cortos ahuecados. Pero Sancho despierta y don Quijote le reprocha que, por su descuido, Dulcinea “perece”; así que ha de bajárselos para recibir unos dos mil azotes.
Sancho se niega. Quietecito o le ha de oír. Los azotes del desencanto son voluntarios, nunca a la fuerza. Ahora no tiene ganas, ya le avisará cuando las tenga, un día de éstos. Y si son de mosqueo, también puntúan. Recuerde que dio su palabra y eso ha de bastarle, impaciente amo.
Don Quijote, desesperado, intenta desatarle los dos lazos que sujetan precariamente los greguescos. A continuación, Sancho nos deja con la boca abierta cuando le arremete, le pone la zancadilla y lo inmoviliza en el suelo. ¡El traidor criado atacando a su amo! Imagen escandalosa en una sociedad de rígida estructura. Muy crecido se siente el escudero, para tal atrevimiento. Incluso parafrasea aquello de “ni quito, ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”. Sancho ni quita ni pone y ayuda a su señor, el cual no es otro que él mismo. Y si le promete no azotarle, lo soltará. De lo contrario, amenaza con un “aquí morirás, traidor…enemigo de doña Sancha”, encajando un verso del romancero. Se lo promete, si se pone así…
Sancho se levanta y busca un árbol más alejado, por si acaso. Siente que le tocan en la cabeza, levanta las manos y se encuentra con los pies de un hombre, calzado y todo. Tiembla, se va hacia otro árbol y lo mismo. Da voces y acude don Quijote que, enseguida cae en la cuenta del significado de tan macabro espectáculo. Aquellos racimos son cuerpos de bandoleros ahorcados por la justicia, de lo cual deduce que están cerca de Barcelona.
Amanece y se ven rodeados de cuarenta bandoleros, vivitos y coleando, que les dicen, en catalán, que se estén quietos, hasta que llegue su capitán.
Don Quijote lo entiende. A pie y desarmado, no es momento de locuras. Cruza las manos y espera.
Los bandoleros limpian las alforjas y la maleta que lleva el rucio, menos mal que Sancho lleva los escudos en la faja. Van a mirar sus intimidades, pero, en ese momento, llega su capitán y les ordena que no lo hagan. Admirado de ver la triste figura de don Quijote, se llega a él y le dice que no esté tan triste, que no ha caído en unas manos crueles sino en las del compasivo Roque Guinart.
Roque Guinart según Ana Queral.De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona
Llevamos leído mucho Quijote, novela sin frío, calor, lluvia, viento ni tormentas. Sin embargo, con muy escasos datos, nos situamos en un cálido y seco verano manchego o aragonés. Las inclemencias del tiempo se obvian en este libro; pero, en el capítulo 2, 60, la mañana es fresca y el día lo va a ser también. Están pasando de tierras aragonesas a tierras catalanas…
Don Quijote sale de la venta con instrucciones acerca del camino que ha de tomar para ir derechito a Barcelona, sin pasar por Zaragoza. Ha de quedar como mentiroso ese “nuevo historiador” que le ha puesto de chupa de dómine.
Al cabo de seis días de monótono camino, se les hace de noche entre una espesa arboleda. Amo y mozo se recuestan sobre unos troncos, procurando que se adapten a su anatomía, algo difícil. Un poco durillos el colchón y la almohada…
Sancho duerme pero don Quijote no pega ojo, viajando con el pensamiento. Las imágenes van y vienen: la cueva, una soez Dulcinea brincando sobre la pollina, Merlín que pone condiciones y Sancho, tan flojo y escasamente caritativo, que sólo se ha dado cinco azotes.
No se imagina el durmiente Sancho lo que está tramando su amo. Enojado, piensa que si a Alejandro le dio lo mismo cortar que desatar, lo mismo será que los azotes se los dé otro. Él mismo puede propinárselos. ¡Qué idea! ¡A por él!
Y, ni corto ni perezoso, agarra las riendas para zurrarlo y comienza a desatarle las dos cintas de los greguescos, una especie de pantalones cortos ahuecados. Pero Sancho despierta y don Quijote le reprocha que, por su descuido, Dulcinea “perece”; así que ha de bajárselos para recibir unos dos mil azotes.
Sancho se niega. Quietecito o le ha de oír. Los azotes del desencanto son voluntarios, nunca a la fuerza. Ahora no tiene ganas, ya le avisará cuando las tenga, un día de éstos. Y si son de mosqueo, también puntúan. Recuerde que dio su palabra y eso ha de bastarle, impaciente amo.
Don Quijote, desesperado, intenta desatarle los dos lazos que sujetan precariamente los greguescos. A continuación, Sancho nos deja con la boca abierta cuando le arremete, le pone la zancadilla y lo inmoviliza en el suelo. ¡El traidor criado atacando a su amo! Imagen escandalosa en una sociedad de rígida estructura. Muy crecido se siente el escudero, para tal atrevimiento. Incluso parafrasea aquello de “ni quito, ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”. Sancho ni quita ni pone y ayuda a su señor, el cual no es otro que él mismo. Y si le promete no azotarle, lo soltará. De lo contrario, amenaza con un “aquí morirás, traidor…enemigo de doña Sancha”, encajando un verso del romancero. Se lo promete, si se pone así…
Sancho se levanta y busca un árbol más alejado, por si acaso. Siente que le tocan en la cabeza, levanta las manos y se encuentra con los pies de un hombre, calzado y todo. Tiembla, se va hacia otro árbol y lo mismo. Da voces y acude don Quijote que, enseguida cae en la cuenta del significado de tan macabro espectáculo. Aquellos racimos son cuerpos de bandoleros ahorcados por la justicia, de lo cual deduce que están cerca de Barcelona.
Amanece y se ven rodeados de cuarenta bandoleros, vivitos y coleando, que les dicen, en catalán, que se estén quietos, hasta que llegue su capitán.
Don Quijote lo entiende. A pie y desarmado, no es momento de locuras. Cruza las manos y espera.
Los bandoleros limpian las alforjas y la maleta que lleva el rucio, menos mal que Sancho lleva los escudos en la faja. Van a mirar sus intimidades, pero, en ese momento, llega su capitán y les ordena que no lo hagan. Admirado de ver la triste figura de don Quijote, se llega a él y le dice que no esté tan triste, que no ha caído en unas manos crueles sino en las del compasivo Roque Guinart.
El caballero sabe quién es el tal Roque, tal es su fama. Le responde que no le pone triste caer en su poder sino el haber faltado a la orden de la andante caballería que le obliga a vivir alerta. Si le hallaran armado y sobre su caballo, no les fuera fácil rendirlo. Y se presenta como don Quijote de la Mancha, de hazañas famosas en todo el orbe.
Al oírlo, Roque lo considera como más loco que valiente. Aunque había oído hablar de él, nunca tuvo por verdaderos su hechos. Se alegra mucho de haberlo encontrado y le dice que no considere el encuentro como fruto de la “siniestra fortuna”, que el cielo ayuda dando extraños rodeos.
Cuando Don Quijote va a dar cortésmente las gracias, oye un ruido de caballos, a sus espaldas. A toda furia llega un mancebo veinteañero, impecablemente vestido y sobradamente armado: daga, espada, escopeta y dos pistolas. Lleva prisa, urgentemente quiere hablar con Roque…
Se acerca y ¡sorpresa! Sus ropas masculinas ocultan a una hermosa muchacha llamada Claudia Jerónima, hija de un tal Simón Forte, amigo de Guinart, al que le une la común enemistad con un tal Torrellas, el cual tiene un hijo, el Vicentet, del cual se enamora la forte doncella , a escondidas de su señor padre. ¡Uf! Que la mujer más encerrada pone en marcha rápidamente sus “atropellados deseos”. ¡Ay, Cervantes!
Él le promete, ella le da la palabra, mas no pasan a las “obras”. Pensamos que hemos entendido, no la ha deshonrado. Mas, unas líneas más abajo, se entera de que va a desposarse con otra y, sin permitir que se explique, le cose a balazos y le abre “puertas” por donde, dice, va a salir la sangre junto a su honra. Ya saben: glóbulos de honra. ¡Qué bruta! Y allí lo deja, que ni sus criados se atreven con ella.
Claudia Jerónima pide a Roque que le pase a Francia y, también, que defienda a su padre de la venganza de los de don Vicente.
Guinart, admirado pero prudente, quiere comprobar si el Vicentito está muerto.
Don Quijote, como caballero andante, se ofrece a hacerle cumplir la palabra prometida. Sancho avala las habilidades casamenteras de su señor; pero Roque sólo tiene ojos para Claudia y no hace caso ni a uno ni a otro. No entiende nada y les pide que se retiren a donde pasaron la noche. Ordena a sus escuderos que les devuelvan lo del rucio y se va con la vengativa mujer a buscar a Vicente, herido o muerto.
Cuando llegan, ya se lo llevan sus criados, para curarlo o enterrarlo. Claudia se llega a él y, enternecida pero rigurosa, le dice que si le diera sus manos a tiempo, no se viera así. El moribundo caballero le asegura que la han engañado, que él no se va a casar con la tal Leonora. Alguien quiso provocar sus celos. Y la quiere tanto, tanto que desea recibirla por esposa, asesina pero esposa. Él le aprieta la mano y ella se desmaya. Don Vicente muere y a Claudia la espabilan con agua fría. Chilla, se arranca los cabellos, se araña y se desespera desesperadamente. Todos lloran, incluso el duro bandolero.
Claudia Jerónima se va a un monasterio y se niega a que Roque la acompañe. ¡Ay, los celos! Y así termina este relato truculento, sin que intervenga ni Sancho ni don Quijote. ¿Por qué esta historia tan "postiza"? ¿Está parodiando ciertas novelas sentimentales?
El capítulo continúa, Roque se los encuentra donde los dejó ...El encantador bandido asalta a un grupo de viajeros y realiza un peculiar reparto del botín. Y da aviso a sus amigos de Barcelona, ahí va don Quijote.
Un abrazo de María Ángeles Merino Moya
Os pongo este enlace, es un artículo de "El País", de Antonio Muñoz Molina, comentando un libro del filólogo Rico. Entre otras cosas dice que, en el Quijote, siempre es verano.
Un abrazo de María Ángeles Merino , en especial para Pedro Ojeda.