Ayer pasaba por delante de una tapia bien conocida, y unas amapolas tiraron de mí. Adentro, vamos a pasar, aunque solo sean unos minutos, a un recinto de silencio y paz, junto a la ermita de San Amaro. No importa la fe ni la no fe.
Tras una mirada al yacente y pétreo santo y un saludo a las "custodias", de los Custodios de San Amaro supongo, que no sé si me oyeron; busqué un banco al sol y sombra, como a mí me gusta.
Un momento, he de visitar al ángel de la antigua tumba enrejada que yo siempre imaginaba, equivocadamente, como de niño muerto a temprana edad. La vegetación lo abrazaba y mostraba sus púas de rosal, ahora se ve todo mejor cuidado.
Un poco de lectura, llevaba en el bolso la novela "Ictus" de Rubén Abella, la segunda que leo de este autor recién conocido. Uno de los protagonistas, en un día muy difícil, comparte un amargo calimocho con un antiguo compañero al que no reconoce.
Está tan bien escrito que reconozco el gusto de un vino malo, malísimo, con muy poca cocacola. Una bebida que desconozco, por cierto, pero es el poder de las palabras, de la literatura. Sí, le faltaba dulce. La vida y sus malos sabores, sus "ictus" y desilusiones. Y nos priva de los sabores gratos, no los reconocemos, aunque estén ahí.
Miré el reloj y rodeé el recinto del antiguo cementerio, junto a una cruz oxidada alguien había colocado unas flores contra el olvido. La tapia de la salida mostraba también amapolas.
Salgo, el Parral está candado y paseo junto a ka tapia. Laura Mediavilla Martín me llama por mi nombre, también ha estado en San Amaro, al frente de una visita con un grupo de mujeres Es un placer hablar con ella, de literatura y de más cosas. Nos despedimos junto al puente Malatos.
Mi visita a la UBU, a resolver un pequeño trámite, tuvo está coda.
María Ángeles Merino