Comentario a las páginas 9-33 de la novela "Intemperie", de Jesús Carrasco. Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.
Habla "Chico", el niño de Intemperie:
Habla "Chico", el niño de Intemperie:
Aquí estoy, como un conejo, en mi agujero de arcilla, lo que me costó ehar fuera tanta tierra. Las ramas de poda me cubren, las ramitas más finas me
pinchan. Oigo voces. Son como los grillos que cazo para jugar. Cierro un poco
los ojos y abro los oídos. Sé dónde está cada uno de mis buscadores, pero…ahora
soy yo el grillo. Cri cri, silencio.
Una gota de agua se
abre en muchas gotas. Mi nombre salta de árbol en árbol y se abre en muchos
nombres. Conozco algunas voces, otras las supongo. ¿Dónde está la de mi enemigo?
¡Qué tonto soy! Me da gusto pensar en tantos hombrones
buscándome, noto algo calentito y mojado en el fondo de mi escondite. Y se me
pone la piel de gallina. Amigos y enemigos hablarán de mí en la taberna y a la salida de misa.
¡Qué mentiroso mi padre! Estará dando explicaciones a unos y otros. Que si me habré caído en un pozo ciego cazando perdigones. Que si la desgracia se ceba en la familia. Que si Dios le arranca un pedazo de su carne. El alguacil se lleva a los niños, bien escondidos en la zapatilla de la moto, bien tapados con la manta de bordes de hule roto. Pero yo soy más desgraciado que ninguno porque mi padre se conchabó con el del bigotito azucarado.
Oigo una voz muy cerca, el corazón se me sale del
pecho, es el maestro. Casi me decido a salir. Matar, robar, tomar el nombre de
Dios en vano, no he cometido ningún pecado que esté en el catecismo.
Movería las ramas y entonces: silencio, me encontrarían todo encogido, me haría el casi muerto, “un momento de gloria”. Acudirían entre gritos de alegría. Me llevarían al pueblo en unas parihuelas, entre cantos y tragos de vino caliente. Y la mano de mi padre sobre mi pecho, qué hombre tan cariñoso, dirían, yo sé la que vendría después. A solas, en la cocina, la hebilla cobriza de su cinturón gastado, “tan veloz como incapaz de devolver destellos”.
Movería las ramas y entonces: silencio, me encontrarían todo encogido, me haría el casi muerto, “un momento de gloria”. Acudirían entre gritos de alegría. Me llevarían al pueblo en unas parihuelas, entre cantos y tragos de vino caliente. Y la mano de mi padre sobre mi pecho, qué hombre tan cariñoso, dirían, yo sé la que vendría después. A solas, en la cocina, la hebilla cobriza de su cinturón gastado, “tan veloz como incapaz de devolver destellos”.
Borro de mi cabeza el dibujo anterior. Ni moverme, quieto en
mi hoyo. Guardo silencio, mientras el maestro se sopla ruidosamente los mocos, el
pañuelo seco tiene vida, cómo nos reíamos con esa simpleza los chicos de la escuela. Lo que me faltaba, va el maestro y
se mea sobre mi tejadillo de varas. Aguanto con el pelo espeso de meados, el mordisco del hambre y pensar en la familia. No sé cómo, pero me quedo dormido.
Cuando despierto, el sol brilla en lo alto. A mi cuello le cuesta moverse, como
a una bisagra oxidada; separo, al fin, algunas varas. No hay nadie. Andaré rumbo al
norte, sé que hay una fuente donde los arrieros dan de beber a sus mulas. Me
colaré en la carreta de algún vendedor, de los que venden bragas y sartenes a las mujeres, en la plaza del pueblo. Kilómetros y kilómetros después, asomaré la nariz entre la mercancia. Otro dibujo mío, este no está mal, adelante.
Esperaré. Porque, en la llanura, a plena luz del día, me podrían reconocer. ¿No es ese el niño perdido?
Los bichos se pasean sin contemplaciones, por mi cara. Lombrices,
escarabajos, qué más da un niño que un topo. Muerdo despacito un poco de salchichón, bebo
agua caliente de la bota hinchada “como un gato muerto”. Me hago pis, no puedo
bajarme los pantalones, consigo quedarme con el culo al aire, la cosa entre las
piernas, no aguanto más y me dejo “ir como una rueda cuesta abajo”. Mi refugio
es ahora como una cazuela con un guiso de pis y barro, me cuesta respirar. Busco los huecos,
aspiro con ansia el aire del olivar, me agarro a unas raíces. Aflojo y otra vez
me agazapo en el hoyo.
Me quedo amodorrado y me despierta un ruido crujiente, abro una rendija entre
las hojas, es un ratoncillo de campo. La luz ha perdido su fuerza, desmonto
rama a rama mi tejadillo como si hiciera un nido, pero al revés. Barro el
olivar con los ojos, solo veo al ratón que escapa. No corras, ratoncito, que no voy a hacerte nada.
Ya no hay sol, me estiro, me retuerzo, me agacho, me levanto y pataleo. No, no puedo ir dejando por ahí esos trozos de barro en zigzag que se arrancan de mis suelas. Elegí este lugar hace meses porque los olivos me esconden un poco. Y, desde aquí, se ve mejor la llanura con la que tendré que pelear. Valor y a ella.
Me quito las ropas mojadas y apestosas, las tiendo en unas ramas. Me froto con tierra seca, como un elefante. ¡Que sé yo de elefantes! Me siento desnudo en el suelo, la espalda contra un olivo. Las piedrecillas se me clavan, la corteza me pincha.
Busco en el morral, queso duro y pan. Engullo el queso mientras cae la noche. Me quedo con hambre , solo tengo ahora medio salchichón seco; lo huelo, lo lamo y lo guardo para mayor necesidad. Me paso la lengua por el paladar porque el queso pica. Mendrugo, agua caliente de la bota y la cabeza sobre una raíz como almohada. Pero disfruto con este cielo y este olor:
"El cielo era de un azul oscurísimo. Las estrellas en lo alto parecen incrustadas en una esfera transparente. Delante de él, el llano se sacudía el sufrimiento que el sol le había causado durante el día, desprendiendo un olor a tierra quemada y pasto seco."
Para mí, este olivar es el lugar conocido más alejado del pueblo. Ahora ya voy por tierras desconocidas, hacia el norte, de noche. Evito los senderos, avanzo por los barbechos, busco la paja para no dejar huellas, levanto alguna perdiz, oigo el pataleo de las liebres.
Mantengo el rumbo, sé buscar la Estrella Polar. Entre la uve doble y el carro, cosa fácil para un chico de pueblo como yo.
Pobre madre. No llevo ni un día pero sé que las mujeres la rodean, "arrugada como una patata vieja, tendida lacia sobre la cama". Y que el pueblo andará agitado y curioso. Y que la moto del alguacil estará aparcada junto a mi casa. El ruido de su motor anuncia el Juicio Final, he de huir. Nunca más ese olor a grasa bajo la manta polvorienta.
Me estoy alejando del pueblo, del alguacil y de mi padre. Daré la vuelta al mundo y, al final, volveré a encontrarme con el pueblo. Pero habrá pasado mucho tiempo y mis puños serán de roca, habré aprendido lo suficiente, el alguacil no podrá someterme más.
Me pregunto si seguirá ardiendo la misma llama que me quema ahora por dentro. Tal vez, mi rabia se vaya desgastando con el paso del tiempo. Como el globo terráqueo que tenemos en la escuela, con un punto borrado por los dedos de cientos de niños, el que señala dónde vivimos.
Veo a lo lejos algo que parece una hoguera. Puede ser una cerilla encendida o una casa entera ardiendo, vete tú a saber. Me acerco como un indio ¿qué sé yo de indios? Llevo la brisa de cara, el de la hoguera, si tiene perros, no me descubrirá si no hago ruido. No sé si será un asesino, si tendrá perros sarnosos, es igual. Necesito su comida y su agua.
Oigo cencerros, estoy más tranquilo. Camino "posando las plantas de los pies como si estuviera en un lagar de pétalos de rosas". Me coloco tras unas chumberas, hay un hombre acostado sobre el suelo. No sé si es viejo o joven, una manta lo cubre hasta la coronilla.
"Un suave resplandor como una brasa lejana comenzaba a elevarse por el horizonte revelando unas formas arbóreas que la noche había ocultado."
"Una cabra emergió de la oscuridad del fondo y cruzó por detrás del pastor hasta volver a desaparecer entre las bambalinas del amanecer"
Ahora veo chopos, si hay chopos hay un río, hay agua. Y una cabra con la música de su cencerro. Un burro, más cabras. Un zurrón y un perro pequeño, me interesa el zurrón.
¡Ay, mi brazo! Me pincho con la chumbera al intentar ver mejor la cara de ese hombre, entre las sombras bailonas del fuego.
El perro abre los ojos y levanta las orejotas, se pone de pie y olfatea el aire. Se mueve alrededor del pastor y se va aproximando a mí. No parece demasiado fiero, es un "garulo", un milleches. Huele el aire, me detecta y mueve el rabo. Le acerco la mano para que no ladre. La lame, mi olor a tierra y a orina no debe ser muy distinto al de los perros. Agarro su cabeza y lo acaricio metiendo los dedos por debajo de su mandíbula. A todos los perros les gusta que les acaricien así. Le doy el medio salchichón que me queda y se queda muy entretenido. Ya no hay vuelta atrás, el garulillo se está zampando toda la comida que me queda.
Me acercaré en silencio, tiraré de la correa y lo arrastraré hacia mí "entre el coro de balidos". Nunca he robado a un adulto, salvo la comida que ahora se termina el perro. En mi casa, los niños mostramos la nuca cuando hacemos algo malo, recibimos el pescozón o una paliza, depende.
Cerca ya del zurrón, considero la idea de no robarle; sólo me presentaré como un niño indefenso, tal vea una persona solitaria como el pastor agradezca la compañía. Un poco de agua, un poco de comida y cada uno por su lado. El hambre me borrará ese dibujo.
De repente, siento un bufido a mi espalda y algo duro que me empuja el costado. El miedo hace que me sienta como de piedra. Me doy la vuelta. ¡El perrillo! Me busca con el hocico y trae la cuerda del salchichón. ¡Tonto!
El zurrón es grueso y huele a cebolla seca. Agarro con dos dedos la correa y tiro suavemente de ella. Noto el peso de la bolsa. Mi cabeza se llena de imágenes de comida y más comida. Ya no veo más.
El silencio dura muy poco, el respaldo del zurrón vibra sobre las chinas. Me paraliza una voz ronca, al otro lado de la hoguera:
"¿Adónde vas con eso? "
La culpa me sorprende y sólo acierto a decir lo principal:
"Tengo hambre, señor."
Tras el "¿Es que no te han enseñado a pedir?" del pastor, me hubiera gustado salir corriendo con la bolsa y dejar allí al hombre. Aún no sabía nada de lealtades que el tiempo cose con puntadas apretadas.
El cabrero no me regaña más. Como si no hubiera pasado nada, me pide:
"Ayúdame a levantarme, chico."
Dejo caer la correa y me aproximo con pasos cortos. El hombre se mueve débilmente bajo la manta, se ata los pantalones o busca algo, asoma la cabeza y yo ya estoy junto a las chumberas, por si acaso.
La claridad comienza a dejarme ver los chopos, nueve cabras y un macho, un chamizo de ramas y un cercado. Los movimientos del pastor son muy torpes, se ha hecho un lío con la manta. Es muy viejo y duerme vestido. Chaqueta oscura, pelo cano y "brochazo blanco" debajo de la nariz.
Ahora el viejo está entretenido soplando la mecha de su encendedor. Me mira. Creo que se ha fijado en mi pelo sucio y en los codos rotos de mi chaqueta. Sujeta el cigarro en una oreja y con la palma de una mano tapa la mecha naranja. Con el pulgar y el índice forma una uve y se limpia de saliva los bordes de los labios. Se lo veré hacer tantas veces...
Por fin, pronuncia las palabras mágicas:
"Siéntate que vas a comer"
Me siento donde el viejo me señala y se me mueven las manos solas porque el viejo no acierta a darle a la rueda. ¡Tantas veces he usado yo un mechero como ese!
¿Qué voy a comer? El viejo se levanta y silba. El perro corre hacia donde están las cabras, las rodea y las conduce. El pastor engancha a una cabra por una de las pezuñas, con una vara que tiene un gancho. Me sorprende la habilidad de este anciano que, hace un momento, no podía encender un cigarrillo.
Cuando tiene el culo de la cabra delante de su cara, coloca un cazo debajo de las ubres. Caen los chorros y canturrea el metal, delicioso. Me extiende la escudilla y al ver que no me muevo, la deja en el suelo.
Roímos en silencio "cuñas de queso sudoroso, tiras de carne seca y algo de pan duro". él da buches de vino a la bota y yo me pregunto cuándo va a preguntarme quién soy y qué hago aquí. Se me ocurrió que la acogida podía ser una maniobra para retenerme mientras espera a la partida de búsqueda o al alguacil. Un mal dibujo. Correría hacia las chumberas , los caballos no se atreverían a entrar. Me llevarían a rastras, sangrando y con las camisas destrozadas. Me acribillarían a tiros desde los caballos y matarían al testigo. Muy mal dibujo.
Roímos en silencio "cuñas de queso sudoroso, tiras de carne seca y algo de pan duro". él da buches de vino a la bota y yo me pregunto cuándo va a preguntarme quién soy y qué hago aquí. Se me ocurrió que la acogida podía ser una maniobra para retenerme mientras espera a la partida de búsqueda o al alguacil. Un mal dibujo. Correría hacia las chumberas , los caballos no se atreverían a entrar. Me llevarían a rastras, sangrando y con las camisas destrozadas. Me acribillarían a tiros desde los caballos y matarían al testigo. Muy mal dibujo.
Tengo el estómago lleno, no sé qué hacer.
Seguiremos con el niño y el viejo.
Un abrazo de:
María Ángeles Merino
10 comentarios:
Con tu comentario haces que el padre, el cabrero,el niño y sus temores renazcan en el lector.
Besos
Al contar la historia en primera persona recreas las emociones haciéndolas más próximas. Hay una mayor empatía con el protagonista. Supongo que una de las cuestiones que más vueltas dio el autor fue precisamente esta, la de la voz narradora.
Y gracias por las ilustraciones.
Es una obra donde el autor, con un ubérrimo léxico, nos lo hace muy descriptivo trabajando desde un narrador de carácter omnisciente. Pero realmente suena diferente leyendo desde la perspectiva de un cuerpo presente, desde esa primera persona a la que nos remites.
Es, como bien dice Pedro, más próximo.
Besos y gracias!
Buenos días, Abejita de la Vega:
El chico, lo tenía bien decidido.
Por la moto con sidecar del odioso alguacil del relato, parece que sean los años 50.
¡Qué dura la vida en esos secarrales! ¡Cómo ha cambiado –también- la relación maestro-alumnos!
¡Cuánto respeto merecen los niños!
Un abrazo
Apesar de su corta edad tiene claro que no quiere seguir viviendo en ese ambiente que le axfisia.Tienes el don de que nos sintamos integrados en el personaje es como si las emociones o sus reacciones las estuviésemos viendo,te felicito por esta facilidad que tienes en transmitir el texto.
Un abrazo MªAngeles.
Te soy sincera: a mi me gusta mucho la cercanía emocional que le das al relato del niño.
Besos
La primera persona suaviza la aspereza del narrador en tercera persona.
Pan duro de unos días y queso bien curado era también la comida de las alforjas de Sancho para el camino. Aquí la carretera es más hostil, no hay ventas que valgan, pero sí castillos de verdad.
Hermosa narración.Cómo van mejorando las imágenes. Debe ser la práctica...
Un abrazo.
Abejita, no puedo añadir más a lo que ya te dicen los compañeros. Como siempre genial tu visión y perspectiva de la lectura :) Muchos besotes, M.
Muy buena recreaciòn de lo escrito por Carrasco. Al ser tu visión queda,por fortuna, al menos para mi, màs dulcificado.
Besos
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