miércoles, 29 de junio de 2016

El doncel de Don Enrique el Doliente: "se había formado en su cabeza un bello ideal, no hijo del mundo real en que habitaba, sino de su exaltación"



Comentario al séptimo capítulo de la novela El doncel de Don Enrique el Doliente, de Mariano José de Larra. Para la lectura colectiva de La Acequia, dirigida por Pedro Ojeda.

¡Hola amigos que pasáis por aquí! Recordáis que la entrada de la semana pasada comenzaba así:


-Me presento ante vos. Soy doña Elvira, camarera mayor de doña María de Albornoz, esposa de don Enrique de Villena, conde de Cangas y Tineo. Vivo en la Corte de Enrique III, mi señor, llamado por algunos el Doliente. 

 Mi señora me refirió cuanto con el conde le acababa de pasar y fueron inútiles mis consuelos. Se refugiaría en sus villas, se acogería al amparo del Rey, danzaban en su cabeza mil ideas encontradas. Ella se había casado enamorada de Villena y de ninguna manera consentiría el divorcio que el conde proponía, a pesar del trato y la mala vida que le daba.

Es como vos afirmáis, señor escritor, mi señora la condesa no gozó de “una larga y tranquila posesión”, “habiendo vivido siempre don Enrique apartado de ella después de su infausta boda”. Aunque vivió con él lo suficiente para ser maltratada y sentir, además, el aguijón de los celos, tantas veces lo sorprendió. Incluso yo podría contar…mi señora confía en mí. Aseguráis que “todos sabemos que la frialdad y el despego suelen ser incentivos vivísimos del amor…”. ¿Del amor? ¡Malditos incentivos! ¡Muertos que no vivos! ¡Ay, don Mariano José!

Muy pronto supe que ahora no era el amor adúltero sino la ambición quien movía a don Enrique a “tan descortés procedimiento”. Mi señora estaba en la creencia de que el conde sólo deseaba “entregarse más a su salvo a alguna nueva intriga amorosa”.


Foto tomada en el Museo de Burgos. Cortesía de Mercedes González.
Bulto funerario en nogal de una iglesia desaparecida de Villasandino (Burgos)

Logré persuadirla a que pusiera un paréntesis a su pesar en el sueño. Yo di las disposiciones para que no faltasen a su lado las dueñas y me puse a leer junto al fuego. Era un manuscrito voluminoso, uno de los muy raros que tenía mi señor, el Amadís de Gaula, libro que dicen escribió el trovador portugués Vasco de Lobeira, que corría con mucha fama. Yo simpatizaba no poco con las ideas de amor, constancia eterna y demás virtudes caballerescas. Yo hubiera dado la mitad de mi existencia por hallarme en el caso de la bella Oriana y…no me faltaba mi propio Amadís.


[Part of a medieval manuscript of Amadís de Gaula, now at The Bancroft Library at the University of California at Berkeley and displayed at the Columbia University Libraries Digital Scriptorium.]

¿Mi Amadís? Un “mancebo generoso” de la corte a quien conocí desgraciadamente después que a mi esposo Fernán Pérez de Vadillo. Me casé, “ciegamente apasionada del hidalgo”, pero él seguía siendo el mismo mientras yo creaba dentro de mí “un bello ideal, no hijo del mundo real en que habitaba, sino de su exaltación”. Me complacía en personificar tan bello ideal en un joven cortesano y uno entre todos avasalló mi albedrío. Sin darme cuenta, iba tomando sobre mi corazón “demasiado imperio un amor ilícito y peligroso”. Mi virtud era mi mayor enemigo, confiaba en que nunca me faltarían fuerzas para resistir y me entregaba sin miedo, complacientemente, a “mil ideas vagas que cada día iban ganando más terreno” en mi imaginación.



Mi señor, don Mariano José de Larra, no califiquéis de criminal mi complacencia. Sigamos.

Como vos decís, encontrábame “en aquel estado en que se halla una mujer cuando sólo necesita una ocasión para conocer ella misma y dar a conocer acaso a su propio amante la ventaja que sobre ella ha adquirido”. “Como un incendio que ha crecido oculto e ignorado en la armazón de una casa vieja”, entrará un poco de aire y estallará de repente.

No era la lectura del Amadís la que mejor pudiera convenirme; mas yo no disponía de muchos libros para llenar las horas ociosas. Llevaba poco tiempo entreteniéndome con él, cuando se presentó en el salón el pajecillo Jaime, mi primo, con su aire travieso. ¿Qué buscaría aquí, cerca de las diez de la noche? Tal vez le enviaba el conde, para anunciarnos “nuevos pesares”. 

Me llamaba "hermosa prima mía"y me decía que depusiera el enojo, tanto se me notaba...Me decía ingenuamente que había tenido miedo de las hechicerías de don Enrique, tantas cosas se hablaban. Le había suplicado que le permitiese volver al lado de su amada prima, se acordaba tanto de mí.
Se me escapaba una lágrima, oyendo al “medroso pajecillo”. Le regañé por hablar con poco respeto de su señor, el conde. Me tomó la mano y llamaba mi atención con un hermoso brillante que relumbraba en su dedo. Le pregunté, sorprendida, qué anillo era ése y él escondía la mano, como jugando: “¡Ah! esto no se ve… ¡Esto no se ve!”.


Al final, me serví de la superioridad que me daban mis fuerzas y se lo quité. El anillo no me parecía natural en un pajecillo y esperaba encontrar alguna señal por donde conocer su procedencia. Me sonrojé como la grana, no había duda:

“…una letra pierdo; pero sería mucha casualidad... esmeralda... e; lapislázuli... l; brillante, b; rubí, r; amatista, a. Y luego... una, dos, tres, cuatro, cinco, seis.”

Jaime no se asombró poco al oír la explicación que di a la sortija y quedó confundido por no haber sido sino el juguete del doncel que se había valido de él para manifestarme “aquel su amor, de que el malicioso paje tenía ya no pocas sospechas”.

Al llegar aquí, el escritor cree preciso explicar que “Nada más común en aquel tiempo que estas combinaciones de piedras y ese lenguaje amoroso de jeroglíficos en motes, colores, empresas y lazadas". 

Un platero, tienen fama los de Burgos, había engarzado en un anillo las seis piedras y mi corazón me había llevado a la más precisa traducción. Perdí el significado de una piedra, no me hallo muy adelantada en el arte del lapidario; pero entendí la equivocación del platero. La v por la b de brillante, tiene gracia el señor Larra cuando añade, de su cosecha que , en mi tiempo, ni los amantes ni los plateros entendían de ortografía.

Todavía me quedaba alguna duda, no era yo la única Elvira en Castilla y no poseía noticia cierta de quién era el que usaba conmigo semejante galantería. Deseaba saberlo, temía oír un nombre diferente. Macías, mi Amadís. Elvira, su Oriana.


El mundo cesa.  Sólo tú lo habitas.
Cuadro de Agustín Merino

Propuse a Jaime cambiar el anillo por otro mejor que yo le diera. De sus palabras saqué que se trataba de un caballero y “de los mejores y más valientes de la Corte”. Le pedí señas, ya que no me quisiera dar el nombre. Caí en mi propio lazo cuando le pregunte cuándo y dónde le dio el anillo, pues yo no podía saber la llegada del doncel. Cuando me contestó “hoy y en el alcázar”, exclamé desilusionada que entonces no podía ser, dejé caer los brazos, como un arco que se afloja. Jaime jugaba conmigo como si fuera un acertijo:

-¡Ah!, ¡ah!, que no lo acierta…escuchadme, señora adivina: es un caballero joven.

"Cuando se trata de coger sortijas, ensarta con su lanza tantas como corazones con su hermosa presencia. Si monta a caballo, es el más fogoso el suyo y lo domeña como un cordero; si se trata de correr cañas nadie le aventaja; y en un torneo sólo don Pero Niño..."

No podía ser más que uno y Jaime asentía, se divertía “como el gato con el ratón”. Le pregunte si había venido, recordaba que por la mañana un caballero…El pajecillo fingía no entender, le grité furiosa que se marchara y no volviera, al fin:

-"Bien, primita, lo diré: ése es...

-El doncel de..."

Trató de reparar su imprudencia, había ido demasiado lejos. Quiso despistarme:

-“No me habéis dejado acabar, señora camarera. El rey don Enrique III no tiene un solo doncel. Sabed que no os puedo decir más. Ni una palabra más.”


Estatua de Don Enrique el Doliente en el Espolón de Burgos. Libro a pie de estatua.


Lo decía en tono resuelto, no sacaría más. Pude recabar de él que me dejase el anillo y acabó la contienda entre primos. 

 Ya en mi lecho, revolvía una y mil veces las ideas y procuraba atarlas y coordinarlas. Pero todas se reunían y las amasaba en mi mente: mi señora doña María de Albornoz, la violencia de mi señor don Enrique de Villena y sus solicitudes, la ausencia de mi esposo, la lectura de Amadís, la indiscreta conversación con mi primo el pajecillo, mis dudas acerca del dueño del anillo.

En medio del silencio y la oscuridad de la noche, se me representaba “un cuadro fantástico, lleno de objetos incoherentes”. Cuando por fin me dormí, todas esas imágenes confusas tomaban en mi cerebro contornos informes y poblaron mi sueño de escenas parecidas a las que había pasado en el día. Y de la mezcla de todas, materia de las peores pesadillas, Así soy yo, Elvira, una mujer del siglo XIV, enamorada y lectora de Amadis de Gaula. Una rareza.

"Se había formado en su cabeza un bello ideal, no hijo del mundo real en que habitaba, sino de su exaltación y se complacía en personificar este bello ideal en tal o cual joven cortesano que sobre el vulgo de los Caballeros de la corte de Enrique III se distinguían”. Así leemos a Elvira, una mujer lectora y romántica, un don Quijote femenino. 

"Uno entre todos había avasallado ya su albedrío bajo esta personificación..."

¡Macías el trovador, el doncel de don Enrique el Doliente!


m

Un abrazo

María Ángeles Merino
y Austri

Fotos del Museo Provincial de Burgos realizadas por una alumna del CEPA Victoriano Crémer. Gracias Mercedes González.

viernes, 24 de junio de 2016

Caballeros del Honor

Exilio (Óleo y espátula, Agustín Merino)

Caballeros del Honor

Entre la locura y la derrota 
ya convertido en sombra de su armadura.
Descabalgado camina, masculinamente serio.
Ungiéndose de honor y plata de luna.
Con el mar derramándose en sus ojos, sin humillar la cabeza  El horizonte hace gigantes, cuando respira un hombre libre
Vestido de esperanza, como arma de futuro, queda la palabra  


Caballeros de la República
Caballeros del Honor

(Agustín Merino)

A León Felipe, Caballero de la República del Honor. autor de Vencidos

jueves, 23 de junio de 2016

El doncel de Don Enrique el Doliente: "aquí tenéis el corazón criminal que os ha querido bien; acabad de una vez con el único estorbo de vuestros intentos"


Comentario al tercer capítulo de la novela El doncel de Don Enrique el Doliente, de Mariano José de Larra. Para la lectura colectiva de La Acequia, dirigida por Pedro Ojeda.

¡Hola de nuevo, amigos que pasáis por aquí! 

Recordáis que la semana pasada mi amiga Austri y yo tuvimos nuestra habitual tertulia literaria bajo la lluvia de la pelusa de los chopos, algo habitual en el mes de junio. Esta semana nos encontramos en el Espolón, bajo la lluvia lluvia, rodeadas de coches antiguos que olían a gasolina de la de antes. Una cafetería cercana nos sirvió de refugio y de lugar de charla, algo que no se nos da mal a ninguna de las dos. 



-¡Hola Austri! ¿Se te ocurre alguna manera de comentar lo que hemos leído? Porque la novela es tan larga y densa. Tenemos que seleccionar, sólo momentos clave.

-Pues…se me ocurre que yo podía meterme en el papel de doña María de Albornoz, la esposa de don Enrique de Villena, el “poderoso conde  de Cangas y Tineo”,  y tú en el de su dama principal doña Elvira, mujer de Fernán Pérez de Vadillo. ¿Recuerdas que cuando éramos niñas jugábamos a las comedias con las historietas de los tebeos? 

-Recuerdo, Austri, qué bien lo pasábamos. ¡Cómo nos gustaban las historias de hadas y princesas! ¡Pero después del "se casaron y fueron felices" no había nada más! No nos contaban sus desdichas matrimoniales como María y Elvira. 




A lo que íbamos,  nos quedamos cuando don Enrique interrumpe precipitadamente la cacería en los montes del Pardo, para acudir al alcázar madrileño, a la corte del rey Enrique III el Doliente.

Entre las habitaciones inmediatas a las de su Alteza se contaban algunas de las principales dignidades de su corte, pero distinguíase entre todas la de don Enrique de Aragón, llamado comúnmente de Villena; este joven señor, uno de los más poderosos y espléndidas de la época, era tío de don Enrique III…”

-Comienza Austri, digo mi señora doña María de Albornoz, cuéntenos sus cuitas. Es una obra romántica y todo lo has decir con mucha exaltación. 

-Será un placer, señora mía. Mis cuitas giran en torno a mi esposo, don Enrique de Villena, más cortesano que guerrero y más ambicioso que cortesano. Su carácter no es muy a propósito para las armas, nunca pensó en acrecentar sus estados con conquistas hechas a los moros;  mas su afición a las letras no le hace muy popular en la Corte. Las lenguas, la poesía, la historia, las ciencias naturales, las matemáticas, la astronomía, incluso la misteriosa alquimia. 



Su erudición, tan poco común, atrae rumores extraños sobre su persona. Los ignorantes achacan a causas sobrenaturales cuanto no está a su alcance y llámanlo Enrique de Villena el Nigromante, bien lo sé. Reconozco que él abusa de sus conocimientos para deslumbrar a los demás, les mete cada susto...Asimismo le achacan, y ello me toca más de cerca, “cierto afecto decidido al bello sexo”. Y su ambición, que no ha de pararse don Enrique en los medios cuando se trata de conseguir algo. 



Los días pasan en nuestra parte del alcázar, tan ricamente alhajada como corresponde al señor conde de Cangas y Tineo. Entre alfombras, almohadones y pebeteros de oro, aspirando aromas orientales, vivo yo, doña María de Albornoz, una mujer todavía joven y dicen que bien parecida. Vestida con cierto descuido, ocupada en delicadas labores, sentada en una poltrona, con los pies en un taburete. Así  vive una dama principal, en ausencia de su esposo ocupado en la caza o en la guerra. ¡Rodeada de dueñas y doncellas! Borda que te borda, teje que te teje...

Pero la que me ayuda a pasar las horas es  mi fiel camarera doña Elvira, inferior a mí en dignidad y riqueza, mas no en gracia ni en hermosura. ¡Cuánta envidia la tengo! Y no por su tez de seda, sus cabellos de ébano o esos ojos que inspirarían al más enamorado trovador. Yo, la esposa del ilustre Enrique de Villena, ricamente dotada con las villas de Alcocer, Salmerón y Valdeolivas, confieso envidiar a la mujer de un hidalgo particular.


Museo de Burgos. Cortesía de Mercedes González.

Al caer la tarde, llega la hora de las confidencias. Elvira y y hablamos en voz muy baja, no nos oigan las dueñas y las doncellas, ávidas de novedades. Dígola que la envidio porque tiene un marido que la ama, se casó enamorada y no ha de temer la ambición y las intrigas cortesanas. Porque yo sólo en el nombre soy esposa del conde de Cangas y Tineo. Tres días hace ya que partieron a caza de montería, el suyo y el mío. Fernán Pérez de Vadillo ha venido dos veces a ver a su Elvira, mientras el mío prefiere la vista de los jabalíes y los ciervos.

"¡Maldita razón de estado!" Si se hicieran las cosas dos veces, no daría mi mano sino a un hombre de sentimientos conocidos, el mismo a los tres años que a los tres días. Así se lo digo a Elvira que suspira y me señala la distancia que existe desde la idea imaginaria que del matrimonio nos formamos  hasta la realidad de lo que es este vínculo en sí verdaderamente. Me confiesa que ella misma se casó enamorada hace tres años y Vadillo no lo estaba menos; pero ahora ni ella encuentra en su excelente esposo el amante ni él acaso encuentra en ella a la Elvira de sus amores. Me sorprenden sus palabras sobre lo que desgasta el día a día. ¡Sólo el cariño puede ser la salvación!


"La vida común, en la cual cada nuevo sol ilumina en el consorte un nuevo defecto que la venda de la pasión no nos había permitido ver la víspera en el amante, se opondrá siempre a la duración del amor entre los esposos."

"En cambio, una estimación más sólida y un cariño de otra especie se establecen entre los desposados, y si ambos tienen alternativamente la deferencia necesaria para vivir felices, podrá no pesarles de haberse enlazado para siempre."


Museo de Burgos. Cortesía de Mercedes González.

Elvira derrama consuelo en mi corazón, si ella no se considera completamente dichosa...Abro mi corazón: "si tu esposo te insultase diariamente con su frialdad, si tus virtudes no te bastasen..."

Ella me aconseja redoblar esas virtudes, paciencia y resignación, lo de siempre. ¡Qué mal paga mi afecto don Enrique! ¡Qué poco sabe apreciar la esposa que tiene! En esto estamos cuando se oye la señal del conde, suena la corneta, se oyen las pesadas cadenas del puente. Es extraño, la cacería era para cuatro días y llevan tres...tal vez sea requerido por el Rey para algún asunto de estado o...el caballero todo de negro que llegó a todo correr esta mañana,...pudiera tener que ver con esta sorpresa. 

Mi corazón me engaña rara vez, nada bueno...Estoy demasiado sencilla, pido a mis doncellas que me peinen y me engalanen, llega mi señor esposo. El cuidado le probará el aprecio que hago de su amor, acaso vuelva avergonzado de su conducta, no he de perder la esperanza. ¡Qué ingenuidad la mía!

Oigo pisadas aceleradas. Se paran de trecho en trecho y vuelven a andar, se diría que tratan andando cosas de importancia. Ahora los oigo en el dintel, entran. Mando salir a dueñas y doncellas, Elvira y yo tenemos los ojos clavados en la puerta. Entra mi esperado esposo que despide a dos de sus tres acompañantes, se queda el conde con el juglar ante la esposa anhelante. ¿Por qué no despide ya a Ferrús, el zorruno coplero?



Ya sabía yo de la frialdad de sus caricias y la severidad de su trato. Exagero mi sorpresa: "¿Tú en mis brazos tan presto? ". Me pregunta si acaso me pesa su presencia, con una risa sardónica que me hiela el alma. Contesto como una buena esposa que sólo existo para él y no deseo otra dicha sino su presencia. Enrique sigue con la burla: tan engalanada me encuentra sabiendo que él está en el monte. Intento seguir un poco más con el papel de abnegada esposa, todo inútil, comenzamos a reñir. No estamos solos y él parece darse cuenta ahora, echo sobre Elvira una mirada de dolor. Mi camarera se retira y también lo hace Ferrús. ¡Ya tardaba!

Desesperada retuerzo mis manos, con los ojos clavados en el conde, pensando en las palabras que acaba de decir al malicioso juglar:"tenemos que tratar materias en que no habemos menester testigos".


Nos quedamos solos, algo para mí extraño, como él mismo remachaba. Calla como si dudara de decir lo que trae pensado, se pasea con pasos acelerados. Decidida a no rendirme, le pregunto si por fin su corazón se ha rendido a mi amor, si ha pensado cortar las rencillas que han amargado "nuestra desdichada unión". Murmura algo entre dientes, se pasea sin mirarme una sola vez. Yo me decido:


"...¿qué tardáis en venir a los brazos de la mujer que más os ama y que no ha amado nunca sino a vos?... Desechad esa dura indiferencia... Si algún rubor de vuestra pasada frialdad os impide darme ese contento, yo os lo perdono todo."

El conde grita fuera de sí al oír la palabra perdón. Sus palabras son crueles:

- "Perdón... vos a mí. ¿Y sabéis antes si os perdono yo a vos?"


No puedo sufrir esas palabras, sólo soy culpable de amar y sufrir. Le digo que me perdone, pero proclamo: " soy vuestra esposa y tengo derecho a vuestro amor, o por lo menos a vuestra consideración".
Me dice que no se trata ya de amor, que ha llegado el caso de un rompimiento completo. 
"¡Desgraciada de mí!" ¿Y qué causa alega? Aprieta el puñal en su mano y yo le pido que saque el puñal todo. Le ofrezco mi vida:

"...aquí tenéis el corazón criminal que os ha querido bien; acabad de una vez con el único estorbo de vuestros intentos... De otra manera, don Enrique, jamás conseguiréis esa separación; yo quiero antes saber el motivo que os conduce a...".


Museo de Burgos. Cortesía de Mercedes González.




Ahora pretende embaucarme como al vulgo. Dice que el estudio ocupa todas las horas de su vida y le impide entregarse a la belleza terrenal. Que son los culpables "los hondos arcanos de las ciencias".

¡Delirios! es mi respuesta y como no le satisface, pronuncia secamente: "mi voluntad".

Le advierto que para ese divorcio que pretende necesita de mi voluntad. ¡Divorcio! 

Jamás daré mi consentimiento y se lo hago saber, Me amenaza:

"¡María! ¿Conoces mi furor? Tú me le darás..."


¡Ah! Oculta su perfidia, ama a otra, no puede tener otro origen ese extraño interés. Se lo sugiero e interrumpe rojo de colera: "Cuando don Enrique de Villena pueda volver al estado de la estupidez y de la ignorancia de un ente que nace al mundo, entonces amará a una mujer..."

Proclamo su mentira, yo he sorprendido sus miradas inicuas, he leído el pecado en sus ojos. Quiere imponerme el silencio con su voz ronca. Incluso me concede mis "gratuitas suposiciones". Será inútil, no venceré su repugnancia a fuerza de amor. Y yo lo sé, yo he llorado muchas lágrimas que desahogaron mi corazón, con mis propias manos yo...

Me pide que acabemos, que ya de mucho tiempo he consentido y de nada me servirá mi tenacidad. He de darle el consentimiento y retirarme a un monasterio, que las villas aportadas al matrimonio pagarán con creces mi dote.


Mis esfuerzos serán inútiles, pero nunca pondré yo misma la primera piedra de mi deshonra. Que haga Enrique lo que guste, pero puesto que quiere guerra, guerra le juro, a muerte.


Me muestra un pergamino, falta mi firma la pie. Es una demanda de divorcio pedida por mí misma. Me amenaza, no me iré sin firmarlo. Me detiene con una mano, mientras me enseña el pergamino con la otra, en la que reluce un agudo puñal.

Grito desesperada: "¡Nunca! ¡Socorro! ¡Elvira! ¡Elvira!"

Huyo hacia la cámara y se arroja sobre mí, para impedir la salida. O callo, o soy muerta. O callo o templo el puñal. Mas en vano procura taparme la boca, sonidos inarticulados se escapan de mi pecho y resuenan por el salón. En vano me sujeto a sus pies, de rodillas hago esfuerzos por desasirme de aquellos lazos crueles.

Me tiene ahora más sujeta y repite la cruel pregunta: "¿No firmaréis?". En ese momento, gira una puerta sobre sus goznes ruidosos y entra Elvira asustada. Me levanto y escapo de la fuerza opresora. Sí, grito, firmaré. Y añado: "pero de esta manera". Me precipito sobre el pergamino y lo arrojo al fuego sin que Enrique lo pueda evitar. 



Elvira me pregunta que tengo y mira al conde que parece su propia estatua. Me arrojo en brazos de mi fiel camarera sin aliento, sin palabras, sólo ayes, suspiros y lágrimas.

El conde vuelve las espaldas y sonríe "con cierta expresión sardónica de desprecio y de indignación". No profiere ni una palabra que pudiera dar a Evira la clave de lo que entre sus señores ha pasado. Llega a la pared, aprieta con su dedo un resorte oculto en la tapicería y aparece una puerta secreta. En ella desaparece "como un espectro que se hunde en una pared o que se borra y desvanece". No es magia ni encantamiento, pero lo parece. ¡Así cría su fama de hechicero!


-Ahora me toca a mí ser doña Elvira. Lo dejamos para la próxima entrada. Has sido una doña María de Albornoz muy romántica.


-¿No he estado algo exagerada?

-¡No! Tiene que ser así. Y don Enrique de Villena...qué malo tan malo. Todo porque quiere ser Maestre de Calatrava. Razón de estado. La pasión del poder. 

-¡Qué raro que no hicieran una película con esta novela, en los años cuarenta y cincuenta, cuando hacían tanto cine histórico de cartón piedra!

-No, que aquí aparece la palabra...¡divorcio!

-Los conflictos amorosos de doña María de Albornoz y de doña Elvira no eran tan distintos de los de Dolores Armijo, el amor de Mariano José de Larra. ¿Verdad? ¿No pasaba en el XIX como en el XIV?


Un abrazo de:

María Ángeles Merino
y Austri

Fotos del Museo Provincial de Burgos realizadas por una alumna del CEPA Victoriano Crémer. Gracias Mercedes González.

miércoles, 15 de junio de 2016

El doncel de Don Enrique el Doliente: "¡vive Dios que no quisiera que se quedase España sin tan gran trovador! y..."



El sábado pasado, mi amiga Austri y yo, dimos nuestro semanal paseo literario y, como el tiempo acompañaba, lo hicimos bajo "las infinitas hileras que flanquean el Arlanzón”, como escribió Óscar Esquivias. Hileras de chopos algodonosos, lo propio del mes de junio. Las pelusas no dejaron de acompañarnos mientras viajábamos a los tiempos de don Enrique III el Doliente, a finales del XIV, en un momento de relativa paz: "sólo con el rey moro de Granada sostenía una guerra, muy semejante en su lentitud y en sus largas treguas a la de Portugal".

Nuestro diálogo fue más o menos así:

-Mira, aquí dice: "Tal era el estado político de Castilla" y Larra no se va a detener más en "digresiones preparatorias". Nos ofrece un relato verosímil que no figura en las crónicas ni en las leyendas, mas "si no hubiese sucedido, pudo suceder". Vamos con él.

-Cada capítulo va precedido de un romance en sintonía con su contenido. Unos versos con sabor a juglar, una pequeña historia que nos deja un interrogante, cierto aire misterioso, para mantener la atención del público. 


-Como este del marqués de Mantua que "va a buscar la caza” “a las orillas del mare". Pero Larra lleva a sus engalanados cazadores a los espesos montes de Madrid, antaño famosos por su abundancia en caza mayor y menor. A dos leguas de una villa que "a finales del siglo XIV estaba muy lejos de ocupar el lugar preeminente que en la actualidad ocupa".


-Y se enreda en las malezas donde habitaba el oso feroz y no puede menos de ofrecernos una digresión geográfica, hoy diríamos ecológica, sobre “la destructora civilización de los siglos posteriores”. Los árboles sirvieron de pasto al "fuego insaciable del hogar", desapareció "la suntuosa guirnalda de verdura con que la Naturaleza quiso engalanarle" y hoy no ve Madrid "sino miseria y esterilidad", "en medio de un yermo espantoso".

- ¡En 1834! ¿Qué escribiría Larra hoy del yermo madrileño?



-No nos enredemos también nosotras. Comienza la novela a las orillas del Manzanares, “como a cosa de dos leguas de Madrid”. “El sol, rojo como la lumbre” marcaba el fin de un hermoso día de mayo. Acababa de practicarse el último ojeo y los monteros  esperaban en las encrucijadas, para precipitarse sobre el animal con el venablo, el placer privilegiado de los feudales señores. Las tiendas eran magníficas y la infinidad de reses colgadas daban muestras “de la bienandanza del día”. 



-En una de ellas, daban vueltas a un largo asador dos hombres. Miraban tan interesante operación otros dos, de diferente personalidad y condición social. El escritor, por fin, enfoca a dos personajes y su antagonismo. Las maneras francas y el traje del primero señalan su superior condición, es de buena familia aunque no pertenezca al primer rango. El segundo tiene en su rostro “no sé qué expresión particular de siniestra osadía”, una sonrisa continua que le daba “cierto aire de complacencia obligada” nacida de vivir entre superiores, unos ojos con un “no sé qué de talento y misterio”  y un pelo crespo y rojo que prestaba a su cara “cierta aspereza y aún ferocidad rechazadora”.

-Ese segundo personaje no parece de fiar. Ya tenemos a uno de los malos. ¿No? 

-Sí, es Ferrús, el juglar que sabe todo de todos y se define a sí mismo como “rimador favorito del pariente del rey”. Y el otro es Fernán Pérez de Vadillo, escudero de don Enrique de Villena, tío del rey y personaje real...que existió realmente, a parte de ser un Trastámara.


Vadillo estaba intrigado por la llegada de un palafrén que acababa de llegar de Madrid “devorando tierra”. Ferrús iba soltando la información que le convenía soltar. El palafrén era Hernando, criado del Doncel. Sospechaba que el Doncel estaba encargado por el conde de una comisión particular. El maestre de Calatrava acaso había muerto y don Enrique de Villena deseaba ocupar ese cargo, algo imposible para un hombre casado. Para el deslenguado juglar eso no era problema ya “don Enrique de Villena y su esposa doña María de Albornoz no son dos amantes”.



-Vadillo le mandó callar, alarmado. Ferrús bajó la voz para añadir: “nuestros señores no duermen juntos” y que bien lo sabía doña Elvira, esposa de su interlocutor y dama inseparable de la condesa. 

La reacción de Fernán Pérez fue de enfado, le llamó coplero y le instó a hablar con formalidad Su opinión era que no dejaría el de Villena de ser casado por no hacer vida en común con su esposa.

-Ferrús contestó con un refrán: “Decís bien, pero como allá van leyes…”. Le recordó la historia de don Pedro el Cruel, le sugirió un medio de compostura sin que muriese doña María, casos en que el divorcio..., que el rey Enrique no podría negar a su tío don Enrique de Villena, que el Papa no negaría una bula de divorcio...El conde quería ser maestre y Hernando tal vez trajera noticias de la salud de don Gonzalo de Guzmán, el maestre de Calatrava ya moribundo. 

-La señal de haber salido la pieza interrumpió la conversación. Como a un tiro de ballesta, contemplaban "un horrendo jabalí perseguido de una jauría de valientes canes". La fiera se escapaba, entre la sangre y las entrañas de dos de los perros. Gritaban los ojeadores, resonaban los cuernos, el jabalí se perdió en la espesura. Los cazadores ya se perdían en la lontananza cuando vieron salir de la selva a dos jinetes que a todo galope se dirigían a las tiendas. 

-Al leer lo del jabalí, he tenido la impresión de que me salpicaba algo de la sangre y de los menudillos de los perros. Y que el jabalí me iba a arrollar también. Me sentí aliviada cuando desapareció. ¡Qué colmillos los del animalito!



Ferrús ya sabía que la partida de caza se había acabado, que la llegada de Hernando traería novedades de importancia y él no pasaría la noche en el monte. El de Villena tampoco, soñando con ser maestre de Calatarava, la más poderosa orden militar.

Pero ¿quiénes eran los dos jinetes? Larra quiere mantener cierta intriga. 
-¿No reconocéis el plumero encarnado del más bajo?

-Sí; él es...

-Hernando es el otro.

Él es...fijate en las palabras de Ferrús:

-"Paréceme, gran señor, que harías bien en armarte mejor de lo que estás, porque ¡vive Dios que no quisiera que se quedase España sin tan gran trovador! y..."


-¿Un trovador? ¿Macías? ¿El Doncel?

-El caballero le ruega silencio y que le ponga la armadura. Dentro de dos horas estarán a las puertas de Madrid, entrarán en el cubo de la Almudena y se dirigirán al alcázar "que a la sazón reedificaba el rey don Enrique III en esta humilde villa". 


El de Villena, Ferrús y el misterioso caballero tienen asuntos que resolver allí. Doña María de Albornoz se extrañará de que la cacería haya terminado antes de lo previsto. No imagina los turbios manejos del Nigromante. ¿Y doña Elvira? Todavía no hemos hablado de doña Elvira que espera a su marido Fernán Pérez de Vadillo...Os anticipo que es el personaje más querido para Larra. 


Y María Ángeles no ha podido escribir más por falta de tiempo. Tiempo de exámenes y evaluaciones. Seguiremos, Austri.

Un abrazo de María Ángeles Merino

Y Austri.


jueves, 9 de junio de 2016

El doncel de Don Enrique el Doliente: "el lector perdiera su tiempo si tratase de irle a buscar comprobantes en ningún libro antiguo ni moderno".


Dos ediciones muy distantes en el tiempo. 


Pequeño comentario de introducción a la novela histórica El doncel de Don Enrique el Doliente, para la lectura colectiva de La Acequia, dirigida por Pedro Ojeda.

-¡Hola Austri! ¿Qué? ¿Leíste ya los primeros capítulos de El doncel de don Enrique el Doliente?

-¡Hola María Ángeles! Comencé la semana pasada. ¿No habíais leído ya a Larra en el Club de Lectura? Me parecía haber visto algo en tu blog.




-No, es la primera vez que comentamos una obra suya. Era la lectura de La estafeta romántica, uno de los Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós.

El personaje central, Fernando Calpena, era "de estos que con tanta lectura y la facilidad para discurrir, se llenan la cabeza de viento, y piensan y obran a la romántica”. Tan romántico que alguien, una vieja dama, lo confunde con el mismo Larra: "un joven de talento y fama" que se ha suicidado "por despecho amoroso, de la rabia que le dieron los desdenes de su amante, la cual es casada". Tanto que da lugar al temor, por parte de su madre, de que Fernando lo imite, a Larra o al joven Werther que tanto monta, ante "la desproporción monstruosa entre lo que piensa, siente o sueña, y lo que le sucede". Y se habla con todo detalle del famoso entierro de Larra. por eso te parece que ya habíamos leído a don Mariano José. 

Veo que tienes bien estudiado mi blog, con nuestras aventuras lectoras.



-Comenzamos la nueva aventura. En esa misma entrada, hay un enlace que nos puede servir de introducción al escritor, además de la socorrida y siempre alabada wikipedia , más la excelente información de Cervantes Virtual. Mira lo que dice el artículo de El País, escrito con motivo de los 200 años del nacimiento de Larra:

"Un día como ayer, 172 años atrás, la mañana sonreía a un joven escritor madrileño. Acababa de recibir una oferta de 40.000 reales por escribir durante un año sus artículos -los más leídos y cotizados de Madrid- en una prestigiosa revista. Apenas contaba 28 años, y su pluma le había encumbrado a la fama..."



La mañana le sonreía, pero se pegó un tiro con veintiocho años. Acude a una cita con su amada Dolores Armijo, ésta le comunica que vuelve con su marido y le pide las cartas que la puedan comprometer. Un amor desgraciado. Y de amores desgraciados trata El doncel de Don Enrique el Doliente. Larra toma la maleta romántica de la Historia y huye a la Edad Media, al siglo XIV, en la Castilla revuelta de Enrique III, el Doliente, de la dinastía bastarda de los Trastámara. ¿Un paraíso acaso? 
Enrique III con aspecto doliente

-Un infierno más bien. Cuando nuestros antepasados "se encontraban con extraña violencia en un vasto campo de disensiones civiles, de guerras exteriores, de rencillas, de desafíos, y a veces de crímenes...". Sin un poder superior que amalgase y ordenase, sin "el gran milagro de la civilización", "sin la seguridad individual que en el día nos garantizan nuestras ilustradas legislaciones".

-¿Se refiere al "civilizado", entre comillas, siglo XIX que le tocó vivir?

-Si se le compara con el XIV, tal vez lo sea, Austri. Y nunca le faltó un punto de ironía al "pobrecito hablador". Dice la wikipedia, siempre tan útil, que "su obra ha de entenderse en el contexto de las Cortes recién nacidas tras la década ominosa (1823-1833), y de la primera guerra carlista (1833-1840)". 1834 fue el año en que escribió la novela y Larra creía en "nuestras ilustradas legislaciones".

El primer capítulo comienza con:
" Mis arreos son las armas.

Mi descanso el pelear. 

Mi cama las duras peñas. 

Mi dormir siempre el velar."

Son unos versos muy conocidos y glosados del Cancionero General que la memoria ancla irremediablemente con don Quijote. Recuerda que los recita ante el ventero socarrón del segundo capítulo. Bien puede apearse, le asegura el señor castellano, que en su choza hallará ocasión y ocasiones para no dormir en un año, cuanto más en una noche.


Larra en la portada de La estafeta romántica, junto al monumento a Cervantes.

-Larra nos abre la puerta a un mundo de caballeros medievales. en realidad muy diferentes a don Quijote, caballero andante que cabalgaba cuando el ideal caballeresco era una antigualla, soñando algo que sólo vivía en el papel de las novelas de caballerías. Pero el hidalgo manchego era un buen referente para atraer a sus desocupados lectores.



Don Quijote visto por los niños

-El escritor adopta momentáneamente la cortesía exagerada de un humilde juglar que desea atraer la atención del público: "personas en demasía bondadosas que nos quieran prestar su atención". Lo más adecuado para una historia con tintes medievales, pero Larra tutoriza demasiado, adopta un tono didáctico, o periodístico tal vez:

"...si han de seguirnos en el laberinto de sucesos que vamos a enlazar unos con otros en obsequio de su solaz, han menester trasladarse con nosotros a épocas distantes y a siglos remotos"

-¡Menuda lección de Historia la que viene a continuación, María Ángeles! Sobre unos tiempos en que la vida se vivía con tanta dureza, sin refinamientos civilizados, que sólo se valoraba como "una breve y molesta peregrinación" hacia "término más estable y aventurado", sin oportunidad de apartarse del dogma. Si la vida terrenal era tan mala, había que creer en la otra.



La Edad Media aparece como:

"...un caos confuso, un choque no interrumpido de elementos heterogéneos que ... se encontraban con extraña violencia en un vasto campo de disensiones civiles, de guerras exteriores, de rencillas, de desafíos, y a veces de crímenes".

"Una incomprensible mezcla de religión y de pasiones, de vicios y virtudes, de saber y de ignorancia..."

-¡Pero a los románticos les atrae!

Como ejemplos de la "incomprensible mezcla", nos cita al devotísimo príncipe en brazos de la concubina y al caballero cruzado, con el símbolo de la Redención en el pecho, que vuelve de Jerusalén dispuesto a hacer sangre a la menor ofensa. Matar infieles lavaba pecados y "se criaba el caballero para hacer la guerra y matar". El furor guerrero alcanzaba también a los "ministros del Altísimo".
"Para los hombres el ejercicio de las fuerzas corporales... y para las mujeres el arte de conquistar con las gracias naturales". "Dios y mi dama, decía el caballero; Dios y mi caballero, decía la dama."




Dama y caballero

¡El espíritu caballeresco hacía soñar a nuestro Larra! 

-Afortunadamente unos pocos espíritus, en los claustros, pudieron salvar la riqueza literaria griega y romana, aunque Homeros y Virgilios debían reservarse para otros tiempos. 

-Ante tal cuadro, no pensemos que todo era horror, había "virtudes colosales" desaparecidas en el tan civilizado XIX: "el amor, el rendimiento a las damas, el pundonor caballeresco, la irritabilidad contra las injurias, el valor contra el enemigo, el celo ardiente de la religión y la patria...".  Esas dos últimas podían llevar a la superstición y al odio al extranjero, prendas poco cristianas pero ¡tenían su lado hermoso y su utilidad! "Dado el orden de cosas entonces establecido...". 

¿Útiles y hermosas? 

-Era una época de vasallos de vasallos y de señores de señores. El rey medieval se las veía y se las deseaba para ejercer las migas del poder. "El monarca en todo trance de guerra se veía poco menos que precisado a mendigar los hombres de armas...". Campeaba "la injusticia y el abuso de la fuerza" de los señores feudales en sus bien defendidos castillos, con todo el orgullo de "los grandes favores que en la continua reconquista contra moros les debía el rey y la patria". 



-Así estaba España y Europa en esa época. Larra se sitúa cuando Enrique III, llamado el Doliente, llevaba ya trece años ocupando el trono. "Y apenas habían bastado...para reparar los daños que por su menor edad había acarreado a Castilla desvalida". Porque Enrique había subido al trono con catorce años y sus tutores habían alimentado la anarquía. 

A continuación, el escritor cree necesario hablarnos del Cisma de Occidente, de cuando en Aviñón había un Papa y en Roma otro. Y de los problemas con Portugal, perdidas las esperanzas de recuperar ese reino perdido en la infausta Aljubarrota. Como dice Carmen Ugarte, entonces no existía la wikipedia.


-En la época de "nuestra histórica caballeresca", "sólo con el reino moro de Granada sostenía una guerra, muy semejante en su lentitud y en sus largas treguas a la de Portugal". Porque el rey Enrique adulto había ratificado las alianzas firmadas por su padre, con Francia, Aragón y Navarra. 

Ahora hemos de ir al relato, pero Larra confiesa, en plural:

"Debemos confesar que no hay crónica ni leyenda antigua de donde le hayamos trabajosamente desenterrado".

-Con todo su desparpajo, nos advierte: "el lector perdiera su tiempo si tratara de irle a buscar comprobantes en ningún libro antiguo ni moderno".

El escritor defiende su obra como pura ficción. Si no hubiese sucedido, pudo suceder y eso basta para el novelista. Las últimas líneas nos intrigan: 

"Cuanto que historias verdaderas de varones doctos andan por esos mundos impresas y acreditadas, de cuyo contenido no nos atreveríamos a sacar tantas líneas de verdad, o por lo menos de verosimilitud, como las que encontrará quien nos lea en nuestras páginas, tan fidedignas, como útiles y agradables". 


Lo que no nos dice Larra es que la verosimilitud pueda comprobarse en el presente y no en el pasado. Que la verdad de Macías el Enamorado esté en el mismo Larra. 

-No sé si este libro fue un regalo adecuado, en el caso de doña Letizia a su real esposo: adulterio, divorcio y amores desgraciados. ¡En la corte de los Trastámara! Ya sabes que hay quien conoce El Doncel de Don Enrique el Doliente sólo por eso. ¡La cultura del Hola!


-Tras este primer capítulo, una introducción histórica que el autor ha considerado imprescindible, nos vamos al relato, entre ciervos y jabalíes. ¡Cuidado!

Nos veremos la próxima semana, Austri. Hoy no hemos ido muy lejos. ¡Y son cuarenta capítulos!

Un abrazo de Maria Ángeles Merino 

Y de Austri.

Dedico esta entrada a mi abuelo, Antonio Moya, que un día, hace no sé cuantos años, leyó, El doncel de Don Enrique el Doliente.