miércoles, 9 de julio de 2014

"El río que nos lleva": "Porque la realidad de Dios se lo llevaría todo como un río..." y "la piedra es siempre más verdad que el papel".




Comentario a las páginas 192-214, de la  novela "El río que nos lleva" de José Luis Sampedro (Cátedra). Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

Me presento a ustedes, soy el que llaman "el Americano", capataz en la maderada. Me pusieron el sobrenombre porque, hace ya unos años, emigré a las Américas donde conocí la Revolución; aunque pronto quedé desencantado, tal era la rapacidad de algunos revolucionarios.

Tengo fama de  poseer dotes de mando, además de equilibrio y sentido de la equidad. Lo del mando y la equidad, pueden consultarlo a mis hombres. En cuanto al equilibrio, mi experiencia en México me enseñó a andar con tiento, sé muy bien que, en las dictaduras, la rebeldía se aplaca con sangre; y que en un régimen dictatorial vivo. Y, como persona un poquito reflexiva e instruida, la compañía del irlandés Shannon me es muy grata; aunque nada admiro más que la dignidad de mis gancheros analfabetos.



Últimamente siento el tirón de la vida retirada, pero...me espera un puesto de excepción al final del libro. El río que me lleva, irremediablemente, como un tronco más...

Me han pedido que les comenté el capítulo titulado "Oterón", topónimo que no encontrarán en mapa alguno. Conocerán conmigo al cura de Oterón. ¿El de Viana? De ese también habría mucho que hablar, nada que ver, el agua y el vino.

Aquella semana había sido larga y dificultosa, empujando troncos entre los vados de la Parrilla y las Estacas y la Presa de las Juntas, donde confluyen el Tajo y el afluente Hoz Seca. Y aquel día, estábamos entre la del río Ablanquejo, otro afluente del padre Tajo, y las salinas de la Inesperada. Vimos aparecer un extraño cortejo en medio de la sierra. Bajaban por la senda, hombres, mujeres y niños; a pie o en caballería, solemnes, con vestidos negros de domingo.


Lo comentaba con el que llamamos el Seco: no eran pastores ni cazadores. El viejo que precedía la caravana, montado en una mula, nos dio los buenos días y nos preguntó cómo estaba el vado. Le contesté que bien, que ni para mojarse los zancajos.

Le pregunté que a dónde iban y me contestó que a la procesión de Oterón. El Seco cayó en la cuenta de que estábamos en Viernes Santo. Hasta la muerte del Señor se nos pasaba por estos yermos... No al piadoso "Cuatrodedos", que no había olvidado sus rezos y penitencias y así lo proclamaba.

Los demás oyeron la noticia regocijados. El Viernes Santo era día de holganza obligada. Podíamos ir a la Procesión. ¿Así? Nos mirábamos los unos a los otros: barbas hirsutas, ropas desgarradas y alborgas por todo calzado. Necesitábamos, al menos, una chaqueta y un afeitado.


Alborgas

En Oterón, el barbero nos hizo la caridad, pagando por adelantado. Aún así, en la taberna, la tabernera se negó a despacharnos porque había muerto el Señor. ¿Cómo íbamos a comer aquel bacalao que llevábamos en las alforjas? 

"En aquel momento cruzó la plaza el párroco del pueblo". Me dirigí a él, le expliqué lo que sucedía. Por él no había inconveniente, pero eso era cosa del Ayuntamiento. La mujer dijo testaruda que no abría, aunque se lo mandara el alcalde, insistía: "se ha muerto el Señor".



El cura nos guió hasta su casa y nos instaló bajo la parra de un huertecillo primorosamente trabajado. Pidió a Eugenia, al ama, que nos llenara su bota con "blanquillo del bueno". Podía encontrarnos pan, aceite u otra cosa; mandaría a la mujer a por ello; que al ama del cura no le negarían nada.

"¿Es que el Señor no se ha muerto pa usté?", insinuó malignamente el Dámaso, entre el desagrado de los demás. Sí, el Señor también había muerto para él, le contestó mirándole fijamente; pero, tal vez, nos aclaró, la tabernera aprovechó para no despachar porque los gancheros no tienen buena fama. Y dejó caer lo de las gallinas desaparecidas hace un par de años. Llegaron a pensar en un fantasma, le pidieron que lo espantara con agua bendita...él por si acaso cargó la escopeta. El Cacholo parecía saber algo, aseguró que el fantasma no volvería. Si él lo dice...



Después de la advertencia, guardó silencio, como para pasar la esponja sobre lo dicho. Y volvió a ser la persona amable de antes: " No. Perdónenme. les traje aquí para que comieran aquí más a gusto y con un trago de vino...". Él tenía que ir a meditar su sermón, no podía acompañarnos.

Se retiró y el Galera insinuó algo del buen pollito de fiesta que el cura se iba a zampar, mientras nosotros la emprendíamos con las resecas tiras de bacalao. Mas yo estaba seguro de que el cura, hoy, no comería absolutamente nada, así lo expresé y asintió Eugenia que me había oído. Me preguntó dulcemente que cómo lo sabía, le contesté: "Sé conocer a la gente". Según la mujer, él también me había conocido a mí: "me ha encargado que haga cuanto usted diga. Ahora sé por qué está bien sacado el vino". Supe que el cura se llamaba Ángel Ponce y que llevaba diecinueve años en el pueblo y que Eugenia tuvo un hijo que se metió cura por él, y el hijo murió...y "estoy con este santo pagándole la felicidad y la buena muerte de mi hijo".



Comimos y bebimos a la salud de "aquel extraño cura". De pronto, "un gran estruendo de tablazón" nos atrajo a la iglesia. "Era una carraca gigante colocada en la torre". "Como hormigas en hilera desembocaban las gentes ante el templo". Los gancheros también entramos y nos agrupamos lejos del altar, dejando un espacio entre la gente del pueblo y nosotros. Shannon se nos incorporó después de dejar a Paula entre las mujeres.

Apareció el sacerdote , rezó unos instantes y se dirigió al público. "Cuando se oyó la voz, produjo una respuesta casi sobrecogedora":

"Hermanos...todos sabéis lo que voy a decir, todos lo estáis repitiendo desde ayer. Todos decir: "Silencio, el Señor ha muerto", "No cantéis, el Señor ha muerto". Pero, una vez dicho-creció su tono- todos seguimos lo mismo, y, sin embargo, no hay palabras más tremendas. ¡Dios ha muerto! ¿Qué cabe decir más? Todo sobra. Yo debería gritar solemnemente: "¡Dios ha muerto! dejar flotando esas palabras finales y luego hundirme yo mismo en el silencio."




Noté a Shannon atrapado por un sermón sin latines, de corazón a corazón. Hemos desgastado las palabras y ya no sirven. Nos dicen que alguien ha muerto y no lo sentimos en nuestra carne. "¡Pero la muerte de Dios tiene que herirnos!" Don Ángel quería afilar las palabras para que nos hiriera bien algo tan tremendo: "Dios ha muerto"

 El irlandés escuchaba con avidez, como yo, porque no oíamos a un libro sino a un hombre hablando solo en un descampado. Y casi lo estaba. Se notaba el desconcierto de la gente, la extrañeza ante un sermón de soledad, sin ayes y madres amantísimas, con puñales en el corazón. 



Podéis ver y escuchar aquí a Fernando Fernán Gómez en su papel de don Ángel.

Don Ángel seguía explicando como la palabra Dios, "es la más gastada de todas por nuestra ligereza". Y de la ligereza de la palabra viene la ligereza hacia Dios...Y "si al pronunciar la palabra Dios la pensáramos bien hondo...como imaginamos el agua cuando estamos sedientos sintiéndola en la boca, entonces no podríamos pensar en nada más : ni en hambre, ni en amores, ni en orgullo. Porque la realidad de Dios se lo llevaría todo como un río..."


Cobardía, impotencia, "cómo esperar vida eterna de un Dios que ha muerto"...La voz de don Ángel hablando en su propia soledad descendía a abismos personales. Hubo un largo silencio, se oían cada vez más los susurros y algunas dispersiones llegaron hasta él. Se dio cuenta de lo que se esperaba en un sermón de Viernes Santo y dio un brusco giro a sus palabras. Engoló la voz y cambió el registro:

"-Y si este misterio, amadísimos hermanos...es doloroso e incomprensible para nosotros, ¡figuraos lo que sería para la Santísima Virgen, que en aquel indecible atardecer de la Historia se vio privada a la vez de su Dios y de su Hijo! Por eso su soledad es la soledad más honda de todos los tiempos, por eso..."



Santísimo remedio. Se oyó un suspiro general, era el alivio de los fieles al reinstalarse en la comodidad mental. Asentían, se llevaban los pañuelos a los ojos...el Cuatrodedos sollozaba histéricamente, con los brazos en cruz. Don Ángel se irritaba pero comprendía que debía respetar aquello. 

Se acercó al altar, rezó unas oraciones y acudió la comitiva del ritual del Santo Entierro. Descolgarían al Cristo, lo llevarían a la ermita, lo velarían toda la noche y el Sábado volverían a traerlo. El Cristo era "de tamaño natural, labrado de manera tosca, pero impresionante", con un realismo exagerado: articulado, con cabello humano sobre la cara...Uno de esos Cristos, como el de Burgos o el de Orense, "que aterran fascinadoramente". No era el "Amoroso Predicador del Evangelio" sino un invocador de "poderes misteriosos y secretos".


Los gancheros se uníeron al cortejo, yo me quedé solo en la iglesia vacía. Estuve un rato contemplando el abandonado madero de la cruz, con polvo acumulado donde la figura del Cristo no permitía el acceso al plumero. Y, ante aquel símbolo, me asombraba de "la fuerza del español para lo religioso". Del santo y del pecador, qué bárbaros aquellos imagineros con sus gubias, "empujadas no sólo por  fe violenta, sino también por violenta carne y sangre". 

Salí al atrio donde unos cuantos viejos baldados se habían quedado contemplando el avance de la procesión por el cerro. Distinguía perfectamente, uno por uno, a los que iban en la procesión. La cazadora blanca de Shannon destacaba entre los trajes negros. Yo sé que el irlandés usaba su razón y encontraba fisuras; pero su cuerpo seguía  adelante, "sumiso a la lenta cuerda de los galeotes humanos". El efímero sol había vuelto a ser vencido por las nubes sombrías. "Se daba así como una armonía cósmica en lo invernal y en lo muerto". 





Los gancheros volvieron al campamento, yo no. El cura me encontró en la sacristía. Me preguntó si le buscaba, si quería algo. Contesté que le buscaba pero no quería nada, o no sabía si quería algo. Me pidió que le acompañara a su casa. No contesté pero me fui con él.

Don Ángel comprendía mi necesidad de hablar con alguien. Me invitó a cenar y acepté, hacía dos años que sentía ese deseo de comunicación. 

Le pregunté por qué cambió de pronto su sermón. Me contestó que el segundo sermón era lo que se esperaba de él. Le confesé que "yo me bebía el primero". Él también lo prefería, pero los del pueblo no, mis hombres tampoco...El irlandés era distinto.

Yo le preguntaba. ¿Por qué dar a la gente siempre lo que espera? ¿No tenía un cura la obligación de empujarles, de no dejarles dormir en sus costumbres? Don Ángel no estaba seguro, tuvo tentaciones...también se les empujaba dándoles lo que esperaban, aunque no se dieran cuenta. Hoy no era ocasión de sorprenderles, el rito no es momento de novedades. El rito ha de apuntalar las incertidumbres. 

Se oía un griterío enorme, estaban quemando al Judas, un pelele al que ahorcan en la plaza, simbolizando al apóstol traidor.  Como allá en América, comenté.

Me comí su comida en un convite singular. El anfitrión no probó bocado, era su costumbre en viernes santo; no había comido y no iba a cenar. Se le iban los ojos detrás de la humilde ensaladilla que me sirvió con mimo Eugenia: patatas, cebolla, aceitunas, bacalao, ajo...tomates no, porque el huerto todavía no había dado "claveles". El cura y el ama los llamaban así...y "rosas" a las coles. 

Hablamos. Don Ángel me recordaba a un hombre que me salvó la vida en Yucatán. Le pregunté por qué se quedó en Oterón.

Me contestó que por la gente, alguien tenía que estar con ellos, lo necesitaban más. No era sacrificio, nadie responde mejor, con ellos siente más paz interior. Él era soriano, de la Tierra de la Recompensa, siempre había pensado en una parroquia rural pero el director del seminario venció su resistencia y lo llevó al Secretariado de Propaganda. Mantas, comida, compra de medicinas, becas e incluso, en ciertas épocas, listas electorales. Todo le parecía puro materialismo, aquello era batirse en el terreno del enemigo: comida y bienestar. No podía seguir allí. Eligió vivir en contacto con lo mejor de este país: el pueblo. 

No es que fuera de ideas idílicas o rousseaunianas, pero el pueblo siempre tendría más disculpas que las gentes cultivadas. "Sus odios y sus creencias huelen todavía a sudor y a sangre; sus rutinas y convenciones brotan de la Naturaleza o de la Humanidad". Son más de verdad.

Las llamaradas del Judas iban decreciendo, los reflejos rojizos sobre su cara se fueron suavizando, y vi su " mirada fija en la oscuridad del huerto". 



Le comprendía muy bien y así se lo manifesté. "Yo también, a mi manera, he renunciado y me he retirado a mis raíces, a mis gentes, aquí en la maderada". Pero le advertí: se hacía algunas ilusiones. Porque allí, en América, vi al pueblo en lo más alto de la revolución, un pueblo más elemental que este y...no resultó, la verdad. "La mayoría de aquellos jefes no querían más que lo que condenaban: dinero, amigas y poder".



Le conté.  Yo fui más cómodo y más cobarde, pensé en mí y me aseguré el porvenir. Hice dinero, "y  cuando me aburrí de hacerlo, me encontré entre la gente que usted dijo; ésa sin pulso, de buenas formas egoístas y cobardes". Me asqueaba ser uno de ellos, yo había sido otra cosa, me fui despegando. Y buscaba la felicidad en lo más sencillo: un paseo, el ruido de una fuente o unas palabras con un amigo.

Me faltaba algo: "el acento de mi gente, sus giros, sus maneras". Me entró nostalgia , o neurosis como decían los médicos, me vine y aquí estoy, "tirando de la vida".

Guardamos silencio, habló el sacerdote: "Puede que tenga usted razón, puede que tampoco el pueblo...¿Qué nos depara la Providencia? Yo creo, sin embargo, ...que el pueblo es más verdadero." Le contesté: "Seguramente. la piedra es siempre más verdad que el papel". 

Seguimos hablando, ya en la noche oscura. Éramos dos vidas retiradas a su invierno. Al despedirme, le dije que iba a mandarle a una muchacha, para que hablara con él. Pensaba en Paula, le haría bien una conversación con este cura tan extraño y tan sabio.

Cuando llegué al campamento, Paula estaba despierta, creía que me había pasado algo. Le dije que sí me había pasado y que mañana le podía pasar a ella. Le aconsejé que fuera a ver al cura de mi parte y hablara con él. Que lo hiciera "como cuando te hablas tú sola". Inclinó la cabeza y me dio las gracias. Los dos tardamos en dormirnos, cada uno con lo nuestro.

Aquí doy por finalizado mi relato. La próxima vez, Paula tendrá la palabra.

Les saluda: Francisco, el Americano.

Un abrazo para los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino


6 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Me gusta cómo alternas estas voces. Solo desde la polifonía se puede componer la novela, un acierto. El Americano es un personaje sólido en un medio líquido.

Ele Bergón dijo...

El Americano es uno de los personajes que está lleno de dignidad y la conversación con el cura también. Es curioso que tanto el irlandés como el Americano vengan de otros países de sengañados de la vida que allí les había tocado vivir y llegan a España con su dictadura.

Espero que hayas recibido la foto del magnolio en flor. Lo estamos pasando bien. Ya te cotaré. Disfruta en Aranjuez
Besos

Edurne dijo...

Me encanta este toma y daca entre el americano y el cura... Bueno, en realoidad, me encanta tu forma de comentar las lecturas. Yo también me he bebido este comentario de hoy, como los otros el sermón del cura...
Muchas gracias por compartir de esta forma tan amena.

Ayer empecé a buscar el libro por casa, pero como tengo bibliotecas repartidas, tendré que buscar en la otra casa... Yo juraría que lo tenía, si no, de verdad, me lo agencio, se me han instalado las ganas!

Besotes, guapa!
;)

Gelu dijo...

Buenas noches, Abejita de la Vega:

Me gustó mucho la lectura de la conversación de esos dos hombres tan reales, uno vestido de pana auténtica –no disfraz- y el otro de faldas-sotana negra.
Y pensé en el buen trabajo de los grandes actores Fernando Fernán Gómez y Alfredo Landa. Los dos, qué estupendas miradas.
Muy bien traducido en palabras el pensamiento del Americano. Y de que forma tan delicada demuestra su cuidado por Paula.
Esperaremos tu próxima entrada, a ver qué nos cuenta la amiga de los gancheros.

Abrazos.

Pamisola dijo...

Como siempre tus entradas geniales.
Felices vacaciones, Mª Ángeles.

Abrazos

Paco Cuesta dijo...

Cuando escojemos personajes no debíamos olvidar al camarada Correligionario, su arenga es un símbolo.Besos