jueves, 26 de noviembre de 2015

"El mudejarillo: “qué sé yo qué podría llegar a ser este mocito”.



"El mudejarillo", una lectura para todas las estaciones.

Comentario a algunos capítulos de "El mudejarillo" de Jiménez Lozano. Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

Ya sabéis de mis dos entradas anteriores. Sueño con un San Juan de la Cruz que vive sus últimos días en Úbeda, junto a un enfermero que no le comprende. Y el santo vuelve a sentirse niño de pecho y mozalbete. Ahora es mocito y frailecillo estudiante en el Estudio de Medina y en la Universidad de Salamanca. Algo como lo que sigue y pongo en cursiva:

Al principio, oponíase don Alonso, el director del hospital,  a que un mocito como yo viese de cerca a los enfermos de bubas, podridos en vida. No quería que envejeciera tan pronto como él lo había hecho, entre quejidos continuos, palabras sucias, blasfemias, risas e historias de enfermos orgullosos de sus bubas y pústulas; de las que decían que eran regalo de una cortesana de Nápoles o Francia en un lecho de plumas con dosel carmesí.


Grabado atribuido a Durero que las padeció.Tratamiento en tinas de sudoración.


Yo no me asusto ni siquiera de los temores de muerte que a todos dejan sin habla cuando se presentan. Hago mi trabajo tan tranquilo, entre vómitos, sangre, pinzas y sondas, lancetas y sierras, ayes, cuerpos muertos. Doy de comer a unos, canto a otros, saco sonrisas para todos. No doy abasto, tiene que intervenir el director o los médicos para que me retire algunos días, cuando la muerte se ceba en muchos.



Me ponen, otras veces, a asistir por las noches y don Alonso me da un libro o tengo permiso para tomarlo entonces. Me siento en el suelo, junto a una candela y estudio. Madre me dice que duerma bien y no estudie por las noches. Y yo me río y digo que bueno. Pero siempre echo una ojeada cuando los enfermos se duermen un poco. 

Hasta que un día el director me dice que tengo que ir a un Estudio a estudiar latín. Y  los médicos dicen a mi madre Catalina, "la" dicen, que “qué sé yo que podría llegar a ser este mocito”. Dicen eso por las conversaciones que tienen conmigo. Llaga, fuego, cauterio, humores, fiebre, vómitos, todo en latín. Y también la muerte que sube por las ventanas; pero yo miro “al sol rojo de primera mañana”, el que más alegra a todos, imposible morir ya “con esa claridad tan grande”. 


El "sol rojo de primera mañana" y la muerte huye.

Y, aquí en el Estudio, me acuerdo de las grandes salas del hospital con hileras de camas o simples colchones; también de las estancias pequeñas para los enfermos que los médicos saben de su inminente muerte porque comienzan con las  recordaciones de cuando eran niños, que ven el rostro de su madre y la llaman. Sí, hermano enfermero, me hallo al borde de tal estado, deseoso de ver a la señora Catalina. Después, reclinaré "el rostro sobre el Amado "y dejaré mi cuidado "entre las azucenas olvidado".

Ahora las hileras son de pupitres sobre los que los estudiantes nos afanamos y escuchamos a los maestros. Algunos son italianos que nos hablan de su tierra, tan rica en pintores, poetas y mercaderes. Mi madre se preocupa porque le dicen que no suelto los libros de la mano y me quedo dormido estudiando, en la leñera tan calentita. "¡Que comas y duermas bien!", me dice, al verme con los cartapacios en la mano. 

Me tengo que acostumbrar a sentarme en el pupitre bien derecho, pues yo leía y escribía en el suelo, con el pliego de papel o el libro sobre las rodillas,como un "mudejarillo". Voy aprendiendo como se llaman las cosas en latín y como está hecho el mundo, que los hombres siempre han estado buscando oro y guerreando unos contra otros. "Las Potestades y las Dominaciones de los Imperios" como nos dice un maestro italiano, que son "como grandes ballenas o Leviathanes sanguinarios que había en los océanos".



No me atrevo a contar que yo vi , de niño, una ballena en el mismísimo río Zapardiel, apenas un hilillo de agua y cabía...un monstruo como los de los dibujos de Plinio. Cosas de niño, pero lo que no sabía entonces era que algún día me tragaría una ballena, o algo mucho peor que una ballena y no quedaría rastro de mí. "Nada". "Ni rastro de nada". 

Les encoleriza que "siendo tan poco viento el frailecillo, levantase tal tempestad" y les entra miedo de mi reforma del Carmelo, mano a mano con la monja Teresa, y la persecución es feroz. No desvarío, hermano enfermero, que monstruos hay de muchas clases. ¿Que quiénes se encolerizan? Bien sabéis vos de los innombrables, quién lo desconoce por estas tierras. Ahora más que nunca, que los vientos erasmistas desaparecieron y soplan otros...Soy muy poquita cosa para levantar tempestades, hermanos inquisidores...se me escapó la palabrilla.

Sigo con mi vida de estudiante. Menos mal que me muestran  también dibujos de animales pacíficos y de colores, plantas muy bonitas que curan enfermedades y ríos como el mar. Pero lo que más me place es "aprender versos sobre las abejas, o los bueyes, la estrella de la noche y las sombras de los árboles; y, sobre todo, cuando aprendía lo de la tórtola...". Sí, el "El Cantar de los Cantares" del sabio rey Salomón y el romano y bucólico Virgilio; mas nada como la voz del pueblo en "Fontefrida, Fontefrida". 

¡La tórtola!, la viudica que no bebe en fuente fría, ni posa en ramo verde, que se está a solas con su tristeza y cuando se ve reflejada en el agua...como la señora Catalina, no, como Juanito, tan triste. "¡Una toalla!" grita un médico, cuando estoy con la avecica que se mira en el charco y lo escribo en mi cartapacio. Me parece aquello tan querido de "¡Espabila hijo!".Cierro de golpe los papeles y se hacen borrones, que la tinta no está seca.



 Corro por la toalla, la bacinilla, la almohada; o les hago la cama para que encuentren reposo estos hombres que han corrido tanto mundo. No lo hallan "ni así, ni así, ni así". Y siempre quieren un espejo y no se lo doy, para que no vean su horrible cara, "¡pobrecillos!". Como la tórtola sola, mirándose en el agua. "¡Pobrecilla también! ¿No?" ¡Pobre Juanito!

Los torreones del castillo de Medina me parecen "demasiado altos y altísimos", cuando me cuentan que, de uno de ellos, se descolgó un príncipe hace muchos años. Me lo cuenta un enanillo que sirve a los señores de esa fortaleza. Era un príncipe italiano, muy poderoso, aunque las bubas le habían dejado la cara marcada y llevaba un velo. Bajó disfrazado de criado y se escapó de noche. Y la soga tendría peldaños, que los príncipes pesan mucho. Yo no, yo no crecería nunca, como me decía el señor Ahmed. Bajaría bien deprisa, porque no pesaría nada. Sería más fácil mi huida. Sí, hermano enfermero, tuve que huir...¿que no lo sabía voacé? 



Me llega el tiempo de dar el estironcillo, no mucho, pero se me nota, se me ven las piernas por encima del tobillo cuando voy o vengo con las hopalandas y el manteo. Los compañeros del Estudio me ponen en la cabeza, por jugar, un birrete y para hacerme enrabiar me llaman "el doctor Yepes" porque me sé siempre muy bien las lecciones. 

Y me recuerdan, y me da mucha rabia, los versos que han descubierto en mi cartapacio, "sobre un pastor y una pastora, y el río y los árboles, y el penar y la ausencia, o qué sé yo", que han tenido poco tiempo, que les sorprendí y presto les arrebaté el papel. 



Dicen que si ando enamorado, que si he dado en poeta, qué sé yo. Porque, "pensativo y ausente", rompí un plato en el hospital, se me cayó de las manos cuando llevaba una pera asada a un enfermo. "Qué sé yo en que iría cavilando...". Y los muchachos del Estudio que por algo sería. Y se ríen cuando me ven pasar con mi cartapacio y mis melancolías. 

Hasta un día que ya no me ven en clase, y otro, y otro. Comienza a correrse que me he escapado de Medina o sabe Dios. Pero mi madre, la señora Catalina, sí sabe dónde estoy. Cuando "la" dije dónde iba, sólo me aconsejó que me abrigara bien. Calorcillo tengo con los paños gordos y fuertes que usan los frailes, y si me echo la capucha. Pero he de tener cuidado en no mojarme, que tardan mucho en secar. ¿Para qué me voy a los frailes del Carmelo? "Dios diría". La señora Catalina contesta a los que la preguntan: "Para saber". Los de la Moraña somos parcos en palabras.



Mi madre está tan contenta de que esté con los frailes, en el convento de Medina. Pero me mandan a estudiar a Salamanca y se pone algo triste, aunque también se contenta mucho. Le dicen sus vecinas que tengo que hacerme "un hombre y un buen fraile". Y ella contesta: "sí". Pero siempre pregunta "que cómo sería Salamanca" y el señor Juan Perea, el de los sombreros, le dice que es "una ciudad muy grande, con muchas torres de iglesias y conventos, y un río, y una universidad de estudiantes con muchos estudiantes, y tiendas y mesones, y mucho ruido y algarabía". Y ella que, como soy  fraile,  no he de andar de la ceca a la meca, que lo que ella pregunta es si hace frío y que dónde estudiamos. 
Catedral de Salamanca

El señor Juan Perea dice que me va a recomendar a un catedrático que va mucho a Medina y es de Cantalapiedra, o sea de Fontiveros, "que los paisanos tiran mucho". Pero ni el señor Juan ni la señora Catalina se atreven, llegada la ocasión,  a acercarse siquiera al catedrático, se quedan paralizados ante aquel hombre alto, con su imponente manteo. Al final, tuve la recomendación del señor Gregorio Matilla, un yesero de mi pueblo que ha tenido un hijo con la señora Juliana que...Los pobres se apoyan en los pobres.

Salamanca está llena de novedades, pero yo soy un frailecillo que tiene que estudiar Artes, en los escolásticos. Estudio, rezo, sirvo en la mesa, friego y hago los otros oficios. Se me van los ojos tras los libros y las poesías y las novedades de la Biblia y los caldeos. Me gustaría mucho ese saber. Si me lo mandan iré a las cátedras y veré los libros maravillosos. Pero sólo si me lo mandan y sólo me mandan un día a acompañar a un fraile a la librería, a buscar un libro. 

Entre los maestros y estudiantes que revuelven libros, veo con el rabillo del ojo al maestro Martínez el de Cantalapiedra y al maestro Léon. "Y estaban tú-tú-tú,  tú-tú-tú, cuchicheando". Hablan bajito y se callan en seco cuando pasa cerca alguien. Les oigo pero no les entiendo nada. De vez en cuando, el maestro León, para disimular, hace un "chis-rris-chis-chis" a una alondra que tiene el librero en una jaula. Y cuando paso delante de ellos, el maestro de Cantalapiedra me dice: "Que somos paisanos, ¿eh?". Contestó sí, todo azorado. 



Y el maestro León, el fraile agustino que hace versos, me sonríe y yo le ofrezco media sonrisa, que tengo que ir con los ojos bajos. Sólo que entonces la alondra se pone a cantar muy alto y muy bonito. Me parece lo más bonito que hay en la librería sino es porque está enjaulada y prisionera, y a lo mejor sólo canta de tristeza, por su socio y compañero.

El huerto, la sombra de los árboles, el agua del manantial, el arroyuelo, las estrellas en la noche clara, las figuras que forman, los ojos de las palomas hebreas, la estrella de la mañana o las azucenas del huerto de la Biblia. Lo que vive y lo que dice el maestro León en su cátedra y los estudiantes que le preguntan aclaraciones, a la salida, junto al poste. Me ve allí cerca y pegunta qué dice el estudiante de Medina. Me aturullo un poco y digo: "Nada". De modo que él se sonríe.

Hasta un día en que el maestro Léon, muy triste y melancólico, cuchichea por el claustro con el Maestro Martínez: "tú-tú-tú, tú-tú-tú". Y el otro responde: "tú-tú-tú, tú-tú-tú". Citan a San Agustín, el que les hirió a todos y es lo único que entiendo. 

Los estudiantes se han enterado. Un día estaba el maestro en el huerto de los agustinos, con sus compañeros. Una alondra cantaba divinamente, que se quedaron maravillados. Pero, de repente, comenzó a chillar y vieron que la perseguía un gavilán . La alondra se refugió en los hábitos de Fray Luis que vio los ojos asesinos del gavilán. Se estuvo allí mucho tiempo hasta que le volvió la confianza. Pero al maestro León le duró mucho la melancolía del suceso, que no se curaba de ello y decía a todo: no sé, no sé, no sé. 




Ahora hay una nube de tristeza en sus ojos. Cuando me pregunta qué dice el de Medina, yo contesto todo azorado:"Nada". Se queda pensativo y me dice, cuando ya espero  el no sé habitual: "Que hay que escuchar a la alondra en las mañanas". Hay que hacerlo "cuando la luz del cielo comienza a pintear en los rastrojos". ¡El Maestro León  curado de su melancolía! ¿Qué gavilanes persiguen al agustino? Tal vez los mismos que a mí. Tal vez conozca el vientre de la ballena.

Se me pasa el tiempo de estudiar, me ordenan y vuelvo a Medina del Campo a cantar la primera misa. Mi madre prepara una fiesta, con tarta y dulces amarguillos y otros con almendras y piñones. 

Ella está muy contenta aunque yo haya vuelto algo desmejorado y pálido. Insiste en lo de comer y yo: "sí". Los señores de Medina me besan las manos, me parece qué sé yo. También cuando me pongo la capa blanca y me ven, a mí, al mudejarillo, al pequeño de la señora Catalina. Cuidado, Juanillo, con la señora Vanidad. 

Ahora están todos muy contentos, rezan una oracioncilla, comen los dulces, beben un vaso del agua más limpia del pozo del señor Ahmed, brindan, hacen votos por el nuevo misacantano. A lo mejor tengo que ir a Salamanca, para saber más. Pero, a lo mejor, me voy a la Cartuja. "¡Qué se´yo! " digo muy serio. Mi madre ya no dice nada, que tiene miedo de no volver a verme. Que ahora soy un hombre hecho y derecho,con barba cerrada y negra que pincha a sus sobrinos, los hijos de Francisco y Ana. 

"¡A lo mejor ya no me voy a la Cartuja!" Se lo digo a madre y se pone muy contenta. Que a la monja Teresa le parece un Séneca este frailecillo tan poquita cosa. Hablamos de desiertos y ermitillas, de los lugares donde no hay nada, sólo el silencio. "Ni éste, ni éste, ni éste, ni éste, nada, nada". Mas ha de haber un ventanuco que dé luz para escribir, dice Teresa. Y en la Cartuja no se escribe. Tenemos una labor por hacer, los dos. A punto estaremos de naufragar.

No, hermano enfermero, no tomaré ese brebaje de adormideras, que conozco sus efectos. 

Queda pendiente el pequeño resumen de lo que hablamos en la lectura colectiva del día 24 de noviembre de 2015. También lo de rehacer la entrada perdida.

Un abrazo de María Ángeles Merino

jueves, 19 de noviembre de 2015

"El mudejarillo": "¿Y si Dios no dice nada? Pues nada".


¡Me he cargado la entrada que ya estaba publicada y comentada! Y no tengo copia. Con el material que guardé, intentaré rehacerla cuando tenga tiempo. 

Esto es lo que guardé:


No me pidáis que descanse, hermano enfermero. No he de obedecer sus órdenes, conozco el oficio y sus rutinas, las practiqué en el hospital de Medina. Mas es deber del moribundo repasar los años vividos y yo he de resucitar al “mudejarillo”, el niño que vive en mí, con las viejas palabras que caminan de la mano, una tras otra, con su esportillo de colores, olores y afectos.

Lagunas, labajos, torrenteras, escarcha, árboles acristalados, grajos, gorriones, cierzo… ¿Verdad que se siente el frío? Fue “el otro invierno”.



Los gorriones “con el pico al cierzo” corretean como niños pobres, como Juanito en Fontiveros, que ya empieza a andar. Los señores no asoman a sus balcones y el sol del mediodía calienta muy poco a los “hombres y mujeres silenciosos e inmóviles”. 

“Tañido de una campana, niños muertos, viejos muertos, doncellas muertas”. Las campanas tañen demasiado este invierno. La muerte acude trás  de la pobreza, sí, también persigue a ese viejo y encorvado noble de la capa negra y vieja, como el del “Lazarillo de Tormes”. ¿Leyólo su caridad? Mi cerebro fabrica disparates,  que a manos de los novicios no llegan lecturas señaladas por el dedo del Santo Oficio. Pocas y piadosas han de ser sus lecturas. A lo que iba.




Mi memoria me lleva junto a  “una larga fila de hombrecillos y mujeres flacas” y “niños muy serios y quietecitos”. Mi madre Catalina vuelve ligera a casa, con el pucherillo tapado por el pañizuelo, “como los curas llevan el viático”. Es el caldo de los pobres que reparten a la puerta del hospital de San Cebrián. 



Madre echa  unas yerbas del camino y unos pocos garbanzos, es nuestra comida, también la del mamoncillo recién destetado que soy yo. Uno, dos, tres, veinte garbanzos para cada uno. Que yo no sé contar, pero me sé la música de los números. También cuando ella nos dice que, para la primavera, comeremos espárragos y berros, y nos ponemos muy contentos. Siempre me gustaron los espárragos, agradezco que haya buscado un manojo para mi comida, mas mi estómago ya no puede...Vuelvo a Fontiveros.

Veo a unos hombres que vuelven de caza con sus galgos. Uno de ellos proclama, en voz alta, que nos estamos comiendo el copón y las campanas, duro alimento. Mi estómago de niño sintió dolor al oírlo. “¿Y luego? “, añade el cazador. Y se contesta a sí mismo: luego el Visitador de rojo traería monedas de plata. Y trigo y vestidos.

“¿Y luego?”, insiste el de los galgos. Le contesto yo, luego mamá irá a por yerbas al camino. Y, en la primavera, recogerá espárragos y berros. El cazador no me oye, ni quiere oír nada.

¿Qué le importa a nadie Catalina Álvarez, viuda de Gonzalo Yepes? ¿O tal vez algún día importe? Oigo por ahí no sé qué majaderías referentes a mi presunta santidad.

Porque Catalina no fue señora principal, no de familia noble, ni de “sangre limpia por los cuatro costados”, al menos lo que ellos entienden como limpieza. Limpia como los chorros del oro, ama de cría en casa noble, todo el día dale que dale a su telarcillo: trac trac, trac trac. Bondadosa y buena cristiana, “mujer de gran continente y hermosura”, mas con la belleza de una esclavilla morisca. Y yo tan morenillo, tan “mudejarillo”, ahora con mi barba cerrada y negra. Y Gonzalo de Yepes, mi padre, tejedor toledano de familia judeoconversa, que empobreció al casarse con una pobre, tal fue la traición de mis tíos.


 Iré rehaciéndola...

Un abrazo de María Ángeles Merino





jueves, 12 de noviembre de 2015

"El mudejarillo": "Y en la iglesia de Fontiveros ya no brillaban el oro ni la plata..."



Introducción a "El mudejarillo" de José Jiménez Lozano y comentario al primer capítulo: "La visita". Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

Pedro Ojeda nos propone, como lectura para el mes de noviembre, "El mudejarillo" de José Jiménez Lozano, un pequeño libro de gran prosa poética. José Jiménez Lozano es un escritor importante, nada menos que un premio Cervantes, pero no es un autor popular. Podéis encontrar información sobre él en su página web oficial y es una delicia leer su semblanza biográfica. También podéis recurrir a la socorrida Wikipedia.


José Jiménez Lozano. Wikipedia.

Pero, para dar a mi entrada un tono más personal, quiero contaros lo que sé de él y de su obra, que no es mucho, y por qué canales me llegó. Durante muchos años asocié el nombre de Jiménez Lozano con el de Miguel Delibes, tras haber leído el diario "Un año de mi vida" (1972) y la recopilación de artículos periodísticos"Vivir al día"(1975). 





Por ejemplo, allí leía: "Un cristiano consecuente. José Jiménez Lozano...lleva años en su empeño de redescubrirnos algo tan viejo como el cristianismo..." o "...la noticia que dio Jiménez Lozano en Valladolid: los árboles, cuando van a ser talados, sufren terrores agónicos como cualquier animal". Como muestra, bien han valido estos dos botones. 

Página 117 de "Vivir al día", Miguel Delibes.

Página 42 de "Un año de mi vida", Miguel Delibes.

Pasaron muchos años desde aquellas lecturas, no olvidé el nombre de Jiménez Lozano; pero no leí ningún libro suyo.  Hasta que un día conocí a una profesora que preparaba su tesis doctoral, sobre el imaginario antropológico de una obra de Jiménez Lozano. Me habló con entusiasmo del escritor y me prestó "El mudejarillo". Lo leí y lo disfruté. Gracias, Ana. Ahora vuelvo a hacerlo y compruebo que, como todo buen libro, mejora con el tiempo. Y que siempre encontramos algo más cuando regresamos a una buena obra. 

En "El mudejarillo", el narrador, un escritor anónimo y contemporáneo de San Juan de la Cruz, recorre algunos hitos de la vida del santo. Pero no es una biografía ni una novela histórica, mucho menos una hagiografía, aunque cada capítulo constituya un pequeño cuadro biográfico e impresionista que nos lleva a profundizar en el personaje. Porque nos metemos dentro de él y vivimos el paisaje que él vivió, y el paisanaje. Y su tiempo, por supuesto. 



El primer capítulo me llevó a soñar con un San Juan de la Cruz que vive sus últimos días en Úbeda, junto a un enfermero que no le comprende. Y el santo vuelve a sentirse como se sintió aquel día de "La visita", como un niño de pecho, sí. Algo como lo que sigue y pongo en cursiva:




-Delirios, Fray Juan. Su Caridad no preste atención a los sueños, que el Maligno acecha y cuélase presto en nuestro entendimiento para confundirnos.

- Es mi enfermero, aquí en Úbeda. Poco ha de saber un joven novicio de delirios, de sueños, del Maligno, de entendimientos y confusiones.
No, no eran locuras ni tentaciones luciferinas, hermano enfermero. 

"Había entrado en el pueblo sobre una mula engualdrapada y con montura de seda azul, envuelto en su capa negra sobre la roja vestidura...abriéndose camino con su cortejo de clérigos-sotanas negras, azules o rojas...Cabezas llenas de greñas casi todas; bocas desdentadas y negras que reían, mientras los niños...miraban con pasmo o seriedad. O hambre".

Era en Fontiveros, mi pueblo. Veía a la gente de siempre que gritaba y se ponía de rodillas. Abrían una boca negra, muy negra y vacía. Entre ellos, desfilaban azules, negros, rojos, verdes y  blancos. Llegó un hombre que montaba en un animal vestido como una persona. Había hombres y mujeres sentados. Miraba, oía y olía; todo era nuevo y desconocido, cerraba los ojos, no entendía nada. ¿Qué era aquello tan amarillo y tan brillante?

Yo estaba en brazos de mi madre Catalina, Su olor a leche y a hierbas del campo, las que recogía para mejorar el pucherillo que le daban en San Cebrián. Mas aquel pecho no me contentaba ya, esforzábase mi boca en vano, era un vacío que me había de acompañar en adelante, un agujero que yo conocería muy bien: hambre.


Retablo de la Virgen de la Leche. Catedral de Salamanca.

“Luego se dispuso a salir de nuevo por la alfombrilla roja,  y el  pertiguero tuvo que tocar con su vara de plata a una pobre mujer joven, un poco adelantada en la fila, que tenía un niño en brazos, y otros dos dormidos sobre su halda”.

Me asustaba el ruido, había mucha gente extraña a mi alrededor, me escondía en el pecho de  mi madre.  En tan seguro refugio estaba, cuando me rozó algo que hería mis ojos. Era la pértiga de plata del pertiguero, ahora lo sé, el que aparta a la gente en las procesiones, que la pobreza no ha de manchar a la opulenta riqueza eclesiástica. 

¿He dicho acaso algo inconveniente? Acérquese el Santo Oficio a aprehender en su lecho a un carmelita descalzo y moribundo. Que yo dejaré mi cuidado entre las azucenas olvidado, en íntima unión, toda la eternidad. Por fin, la libertad.

Sí, hermano enfermero, conocí el miedo en ese momento. Porque un hombre enfurecido, se detuvo ante nosotros, su dedo nos apuntaba, gritó algo que no entendía, hizome un repelús en el pelo y desapareció.

Mi madre, Catalina, habría de contármelo repetidas veces. Era la visita del Visitador de nuestro señor, el obispo de Ávila. Descabalgó de su mula engualdrapada y fue recibido por nobles, hidalgos y clérigos con medias sonrisas. Entró en el templo, seguido por los ojos encendidos de hombres, mujeres y niños. Se sentó y habló al pueblo sobre los tiempos de desolación que se padecían, talmente como los días de la ira. Se oyeron algunos ¡ay! y algún llanto. Se cantó una salve muy triste. Y entró con nobles e hidalgos a la sacristía de la iglesia.



El sacristán entró con ellos para despabilar los cirios. Contó después como el Visitador, sentado ante una gran mesa,  seguía con el dedo las líneas de escritura o números, en los libros de cuentas que le presentaban. Hasta que se paraba, alzaba los ojos y los clavaba preguntando. Y se hacía silencio y los nobles hidalgos echaban mano a los dedos, se removían en sus asientos, miraban de reojo y hacían temblar los papeles mientras repetían cifras o palabras. El Visitador movía la cabeza, hacía muecas de disgusto, recorría con los dedos la hoja de arriba abajo, y luego otra y otra.



Mientras tanto, fuera de la sacristía, la gente del pueblo “oía como un rosario la plática de la sacristía”.  Se oía la voz imperativa del enviado que contestaba a su secretario:

“Que se venda. Véndase igualmente. Que se empeñe. Que se venda”.

Salieron todos. El enviado todavía había de dirigirse al altar, abrir el sagrario, consumir la eucaristía, limpiar el cáliz con un paño y entregárselo a su secretario: “Que se venda”.

Se había despedido en la sacristía con palabras de admonición: “Hago a vuestras mercedes cargo de esta pobreza”. Las había de repetir, encarándose con nobles, hidalgos y clérigos. Y había de añadir con un tono amenazante: “O el Juez del último día se lo demandará estrechamente”.


Juicio Final (Catedral Vieja de Salamanca)

Salió  y fue entonces, cómo le gustaba recordarlo a madre, cuando el pertiguero nos tocó con su vara y el Visitador, enfurecido, me hizo un repelús en el pelo. Se volvió al cortejo y señalando a mi madre dijo: “Hago cargo a vuesas mercedes de esta pobreza”. Y extrajo de su bolsillo un valioso libro y dijo: “que se venda también”.

Montó ceñudo en su mula, camino de Arévalo. Dicen que, en la iglesia de Fontiveros ya no brillaban el oro, ni la plata, ni la seda. Que muchos criticaron aquel “expolio que había hecho el Visitador…que había habido que cubrir los retablos con los lienzos negros de la Semana Santa”. Que “otros enfermaron del cargo y conminación que el visitador les había hecho…algunos murieron también del pesar de su conciencia”. Y, en su entierro, sólo pudo tocar una campana, no había más. Y la cruz fue de madera, la de los pobres.



Mi madre, Catalina de Yepes, nunca olvidó aquello. Le correspondieron cinco monedas de plata pequeñas, para pasar el invierno, para las cuatro bocas que tenía que mantener. Sí, para el niño de pecho también, que ya casi no tenía leche con que contentarme.


Moneda de plata (Felipe II)

Ahora, en mi lecho de muerte, el enfermero no se lo cree, he vuelto a la iglesia de Fontiveros, el día de la visita, hambriento, mamando en brazos de mi madre, asustado por tanta gente y tantas impresiones nuevas y deslumbrado por los nuevos colores y los brillos. Y siento,como si fuera ahora, el roce de la pértiga y el repelús en mis cabellos.

Y llegó "El otro invierno". 

Ahora me siento fatigado, mañana le contaré, hermano enfermero. Con lagunas, labajos y torrenteras, helados. 


Mañana nos contará. Un abrazo para los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino

Entrada dedicada, con todo mi cariño, a mi sobrino nieto Alejandro Merino Romero, de casi cinco meses de edad. 

miércoles, 4 de noviembre de 2015

"El casamiento engañoso" y "El coloquio de los perros": "Que el que tiene costumbre y gusto de engañar a otro no se debe quejar cuando es engañado".



Comentario, en forma de diálogo imaginado, para la lectura de dos novelas ejemplares que son una sola: "El casamiento engañoso" y "El coloquio de los perros"  de Miguel de Cervantes. Destinado a la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

¡Hola! Aquí estoy otra vez, al sol del otoño, un tanto caprichoso en mi ciudad, con la lectura de las "Novelas ejemplares". Recordáis, de mis tres entradas anteriores, que soñaba, imaginaba, un diálogo entre Lope de Vega y Alonso Fernández de Avellaneda, en torno al Prólogo y a "El licenciado Vidriera". Viví  mi lectura y la conté con escrito, aquí la tenéis si queréis vivirla conmigo.

Ahora, los sueño leyendo y dialogando en torno a las dos últimas novelas: "El casamiento engañoso" y "El coloquio de los perros". Dos que son una, porque la primera es el marco de la segunda y la segunda, el marco de la colección en total; de manera que conduce al lector de nuevo al Prólogo*. El tema de ambas es el engaño/desengaño, escuchémoslos en una soñada cuarta jornada:

-Buenas tardes, don Alonso. Acomódose a su gusto, que está voacé en su casa. Aquí, cerca del brasero, entrará en calor y será grata la lectura y la conversación. La criada nos servirá una humeante taza de caldo y un vaso de buen vino, comencemos. 


-Será un placer. Qué bien pinta Cervantes al soldado Campuzano, en boca de un narrador sin nombre. Convaleciente de vergonzoso mal y recién salido del  vallisoletano Hospital de la Resurrección; un alférez flaco y amarillo  que anda con pinitos y traspiés, tras veinte días sudando bubas, encerrado en un cuchitril, ahogado entre mantas y respirando vapores de jarabe de palo. Arrastra la espada y apoyase en ella, a modo de báculo, cayado diría yo. 

Encontrose con un amigo, el  licenciado Peralta, que santiguose al verlo, como ante una mala visión; pues le hacía en Flandes, pica en alto que no espada abajo. Contestole que salía del hospital de sudar la carga que le echó a cuestas una mujer. Casose con ella y harto le pesa. Ya sabe su mercé. 


-No, por cierto, no sé yo de tamaña indignidad. Y no me place que un alferez de nuestros gloriosos Tercios dé tan mal ejemplo. De la misma manera me disgusta que un escritor convierta en protagonista a un enfermo de sífilis, nunca se había hecho. 

Aquí, nada de amores y arrepentimientos. De su "casamiento", que fue " cansamiento", tan solo sacó dolores. 

- Decía que no estaba para pláticas, que otro día le daría cuenta de sus sucesos "los más nuevos y peregrinos que vuesa merced habrá oído en todos los días de su vida". El alferez pica la curiosidad del licenciado y Cervantes la de los lectores. Ya estamos dispuestos a oír el relato del casamiento engañoso. El escritor nos ha abierto el apetito.

- No podéis disimular la admiración que sentís, lo cual no es extraño en tan ávido lector del Quijote como sois vos. Mas vamos con el amigo Peralta, advertirá un tema que se repite en toda su obra: los dos amigos. ¿No terminan siéndolo don Quijote y Sancho? 



-Es ansí pero...¿dónde se ha visto a un caballero amigo de su criado? Yo haré un nuevo Quijote y lo reconduciré a la convención social. A esas y a otras convenciones, que un loco tiene su sitio en la Casa del Nuncio. 

 -E incluso los perros, Cipión y Berganza, son dos amigos. Sí, y en todas las Novelas Ejemplares nos encontramos con una pareja de personajes, solo "El celoso extremeño" se enfrenta, en solitario, a un universo femenino y sale mal parado.


A lo que íbamos,  Peralta  movido tanto de la curiosidad como de la cristiana compasión, le invitó a "hacer penitencia" en su casa, con una olla escasa y "muy de enfermo". El convite fue aceptado y, después de comer, no se hizo de rogar el alférez y contole los encarecidos sucesos. 

-Diz que un día estaba comiendo Campuzano en una posada, lugar frecuentado por mujeres de mala reputación, en compañía de un capitán del que bien se acordará el amigo licenciado: "como yo hacía en esta ciudad camarada con el capitán Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes". Como está tan lejos no hay ocasión de preguntarle...

-¿Insinúa vuesa merced que Campuzano va a contar una historia fingida?

-Yo no insinúo nada, mas los narradores que usa Cervantes no son muy de fiar. Bien lo sabe quien estudia su obra detenidamente. Siga don Lope, que me place siempre escucharlo.

-Pues entraron "dos mujeres de gentil parecer con dos criadas". Una de ellas, Estefanía, se sentó junto a él, "derribado el manto hasta la barba", permitíendo  que atisbara sus bellezas, sin descubrirlas. Y para avivar el deseo, sacó "una muy blanca mano con muy buenas sortijas".

¡Buenísimas habían de ser! Conozco la estampa, don Alonso. Una tapada con joyas más falsas que Judas y un "bizarrísimo" soldado con cadenón, plumas y colorines. Bien decía que "a los ojos de mi locura",  pues sentíase tan gallardo que "las podía matar en el aire". Rogole que se descubriese; mas ella no se fíaba de su discreción, en su casa había de ser. Su criado iría tras ella y aprendería el camino.



El muy necio quedó abrasado con aquellas "manos de nieve" y "muerto por el rostro que deseaba ver". Y así, otro día, guiado por su criado, diosele libre entrada. Veamos lo que halló.

-Halló una casa bien aderezada y una mujer de hasta treinta años. No enamoraba su rostro sino su "tono de habla tan suave". Pasó con ella "luengos y amorosos coloquios". Blasonó, hendió, rajó, ofreció, prometió y demostró; todo por la puerta de la Gramática. Campuzano iba a ser una víctima del lenguaje, tan absorto estaba en su uso pertinente y engañador; que no cayó en la cuenta de que Estefanía tejería las redes con el mismo material: palabras. Cuatro días y la plática se pasó sin fruto. Finalmente, la instó a dar una respuesta, como soldado que ha de mudarse. No imaginaba el alférez el alcance de la artillería lingüística y embustera de doña Estefanía de Caicedo.



-Apariencia y engaño, todas las novelas cervantinas se construyen con estos dos pilares. Mas sólo quien tiene "el juicio en los carcañares", como reconoce tener Campuzano, puede ser engañado y hacerse el deleite con ofrecimientos como los de Estefanía. 

¡Cielo santo! ¡Sinceridad, arrepentimiento, humildad, entrega, obediencia! No podían ser sino venenosos y falaces ingredientes. Que no se presentaba como santa, no era tan simple. Pecadora había sido y aún lo era, pero de manera discreta. No recibió herencia alguna de padres o parientes; pero el menaje de su casa bien valdría dos mil y quinientos escudos, puesto en almoneda. Con dicha hacienda, buscaba marido a quien entregarse y tener obediencia.

Junto a la enmienda de su vida, recibiría "una increíble solicitud de regalarle y servirle". Sabía dar el punto a los guisados, sería mayordomo de casa, moza en la cocina y señora en la sala. Y, por necesidad, ahí iban sus alabanzas. Que no desperdiciaba nada y un real valía más en sus manos. Que su ropa blanca, "mucha y muy buena", fue hilada con sus pulgares y los de sus criadas. Que buscaba marido que la amparara, la mandara y la honrara; mas no galán que la sirviera y la vituperara. Si el soldado gustare de aceptar, aquí estaba ella, sujeta a todo lo que mandare, sin andar en lengua de casamenteros. 

Es la mejor pintura de embustera que vi en todos los días de mi vida, aunque en mis comedias también las hay. Que, sin faltar a la modestia, he escrito tantísimo que no me falta, creo, ningún personaje.

-Con "los grillos echados al entendimiento", el soldado dijo que "era el venturoso y bien afortunado en haberme dado el cielo, casi por milagro, tal compañera, para hacerla señora de mi voluntad y de mi hacienda que no era tan poca que no valiese...".

Y aquí viene la cuenta que más parece la de doña Truhana de "El Conde Lucanor". La cadena que traía al cuello, otras joyuelas en casa y algunas galas de soldado. Más de dos mil ducados, que junto con los dos mil y quinientos suyos,  serían suficientes "para retirarse a vivir a una aldea... adonde tenía algunas raíces; hacienda tal que...nos podía dar una vida alegre y descansada".



Se  concertó el desposorio y al cuarto día se desposaron, sirviendo de testigos dos amigos del soldado y un mancebo "que ella dijo ser primo suyo". Ordenó Campuzano mudar el baúl de la posada a casa de su mujer. Delante de ella, guardó en él sus cadenas, cintillos, galas y plumas. Le entregó "cuatrocientos reales que tenía" para el gasto de casa. Seis días gozó de una vida lujosa y regalada, entre alfombras, holandas, plata y ropa perfumada. Bailábale doña Estefanía cuando no estaba en la cocina ordenando apetitosos guisados. 

Hasta que, una mañana, estaba con doña Estefanía en la cama cuando llamaron a la puerta. 


Museo Casa de Cervantes

-La moza se asomó a la ventana y anunció la llegada de los verdaderos dueños de la casa: doña Clementa Bueso, una amiga que se la había dejado en guarda mientras viajaba, y su marido don Lope Meléndez. Estefanía se puso fuera de sí: "¡Corre, moza, bien haya yo, y ábrelos!''...y vos, señor, por mi amor que no os alborotéis ni respondáis por mí a ninguna cosa que contra mí oyéredes''. El alférez no entendía nada, quién había de hacer tal cosa, qué gente era esa. Estefanía no respondía, sólo le advertía  que todo lo que pasare era fingido.

Doña Clementa y don Lope entraron en su casa, bizarra y ricamente vestidos, junto a la dueña Hortigosa que proclamaba que Estefanía se había ido bien del pie a la mano, fiada en la amistad de su señora. Doña Clementa se lamentaba de tomar amigas que no lo sabían ser. 


Estefanía tenía palabras, incluso para situación tan embarazosa: "entienda que no sin misterio vee lo que vee en esta su casa: que, cuando lo sepa, yo sé que quedaré desculpada y vuesa merced sin ninguna queja''. 

Y para su nuevo marido el alférez, al que tomó por la mano y llevole a otro aposento y explicole que su amiga  quería hacer una burla a aquel don Lope, con quien pretendía casarse. Le daría a entender que todo aquello  era suyo, de lo cual pensaba hacerle carta de dote. Una vez casada, se le daba poco que se descubriese el engaño. Él le advirtió que mirase bien en ello, que podría llegar a necesitar de la justicia para recuperar lo suyo. Pero ella le respondió con ciertas obligaciones que la obligaban, que el embuste sólo duraría ocho días, los que estarían en casa de otra amiga. 


-A partir de ahí todo era mohína, pasaron seis días en un aposento estrecho, cuyas camas se besaban. No pasó hora en que no tuvieran pendencia, hasta un día en que Estefania salió a ver "en que´terminaba su negocio". La huéspeda de la casa quiso saber de él la causa de tanta riña. Contóle todo el cuento, la mujer se santiguaba con mucha priesa y muchos Jesús, Jesús y, al fin le dijo que doña Clementa era la dueña de la casa y de la hacienda de la dote y "la mentira es todo cuanto os ha dicho doña Estefanía: que ni ella tiene casa, ni hacienda, ni otro vestido del que trae puesto".


El alférez Campuzano dio principio a desesperarse, mas la desesperación es el mayor pecado, cosa de demonios y el ángel de la guarda no se descuidó "tantico" en comunicárselo. Esa buena inspiración le conhortó algo, pero no tanto que dejase de tomar capa y espada, en busca de doña Estefanía, para hacer en ella un ejemplar castigo. La suerte ordenó que no la hallase, fuese a San Llorente, encomendose a Nuestra Señora y se quedó dormido sobre un escaño, sueño pesado del que hubieron de despertarle. A mí tanta piedad me sonaba a falsa. ¿Hay algo sincero en el alférez Campuzano?



-Cuando volvió a casa de la huéspeda, esta ya había contado a doña Estefanía como el soldado conocía toda la maraña y el embuste, más la mala determinación de buscarla. La embustera había huido y se había llevado cuanto había en el baúl.

Pero, en esta historia vamos de sorpresa en sorpresa, y va de pillo a pillo. Cuando Peralta le dijo que bien grande fue haberse llevado doña Estefanía tanta cadena y tanto cintillo, respondió el alférez que ninguna pena le dio esa falta pues podrá decir: 'Pensóse don Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dío, contrecho soy de un lado''.  

Como en mi comedia "La malcasada", donde mi personaje don Juan dice:




-¿Y si Cervantes se inspiró en vos? No he dicho nada, mi señor don Lope.

Seguimos. El licenciado no entendía por qué decía eso y Campuzano respondió "que  toda aquella balumba y aparato de cadenas, cintillos y brincos podía valer hasta diez o doce escudos". Que no eran de oro, se contentaban con ser de alquimia, tan bien hechas que sólo el toque o el fuego descubría su malicia.

Y Peralta concluyó con un refrán: "Desa manera...entre vuesa merced y la señora doña Estefania, pata es la traviesa". Le animaba a que diera gracias a Dios, pues se había ido y no había obligación de buscarla. Mas al alférez siempre la hallaba en su imaginación y en todas partes tenía la afrenta presente. Peralta le contestó con unos versos de Petrarca que dicen en castellano:  "Que el que tiene costumbre y gusto de engañar a otro no se debe quejar cuando es engañado".

-El alférez fue a engañar y fue engañado. No se queja sino de sí mismo. Pero había algo más. Porque Estefanía se fue con "el primo", en realidad "su amigo a todo ruedo". No quiso buscarla, mudó posada y mudó el pelo porque "porque comenzaron a pelárseme las cejas y las pestañas, y poco a poco me dejaron los cabellos". Es el mal que llaman lupicia o pelarela. La enfermedad fue caminando al paso de su necesidad, la sífilis avanzaba al paso de la pobreza. Así que, "llegado el tiempo en que se dan los sudores en el Hospital de la Resurrección, me entré en él, donde he tomado cuarenta sudores. Dicen que quedaré sano si me guardo: espada tengo, lo demás Dios lo remedie". 

Comprobamos, don Alonso como no hay amargura en nuestro amigo Cervantes. Las calamidades de su vida no han hecho mella en él. 



-Peralta admirábase de las cosas que le había contado, mas el alférez todavía había de contarle otros sucesos que iban fuera de todos los términos de naturaleza. Aunque le daba a entender que, de momento, no iba a contar más y dejaría al amigo licenciado en ascuas:

"...no quiera vuesa merced saber más, sino que son de suerte que doy por bien empleadas todas mis desgracias, por haber sido parte de haberme puesto en el hospital"

Y el lector tanto como el amigo licenciado. Don Miguel juguetea un poco con nosotros. 

"...donde vi lo que ahora diré, que es lo que ahora ni nunca vuesa merced podrá creer, ni habrá persona en el mundo que lo crea"

Preámbulos y encarecimientos encendían el deseo de Peralta que, a su vez, gastaba de no menores encarecimientos para pedirle que soltase ya esas maravillas.

"Ya vuesa merced habrá visto...dos perros que con dos lanternas andan de noche con los hermanos de la Capacha, alumbrándoles cuando piden limosna".

Peralta los había visto. Y también como recogían las limosnas que tiraban desde las ventanas y acudían  a alumbrar y se paraban donde sabían que acostumbraban de dar limosna. 


Esto que encontré en la burgalesa calle de Laín Calvo...


-Peralta replicó que eso no le podía ni debía causar maravilla. Pero sí era razón que la causase lo que dijo Campuzano a continuación: 

"...yo oí y casi vi con mis ojos a estos dos perros, que el uno se llama Cipión y el otro Berganza... oí hablar allí junto, y estuve con atento oído escuchando...y a poco rato vine a conocer, por lo que hablaban, los que hablaban, y eran los dos perros, Cipión y Berganza".

Apenas oyó esto, el licenciado se levantó. Hasta aquí estaba en dudas, pero eso de que hablaran los perros le hacía no creer cosa alguna de lo anterior. Le aconsejó que no contara estos disparates, "si ya no fuere a quien sea tan su amigo" como él.

-Campuzano replicole, no le tenga por ignorante, que sabe muy bien que no hablan los animales y que si hay pájaros que lo hacen es por tener la lengua cómoda para pronunciar palabras que toman de memoria, mas no hablan ni responden con discurso concertado. Pero estos perros hablaron y trataron cosas más para ser dichas por sabios, que no por boca de perros, que él no las pudo inventar.

El licenciado replicole, a su vez, si había vuelto el tiempo de Maricastaña, cuando hablaban calabazas. O de Isopo cuando departían unos animales con otros.

-No, don Alonso, animal sería Campuzano si creyese en la vuelta de ese tiempo; pero animal sería también "si dejase de creer lo que oí y lo que vi, y lo que me atreveré a jurar con juramento ". Pero, puesto caso que se haya engañado,  "¿no se holgará vuesa merced, señor Peralta, de ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, o sean quien fueren, hablaron?"

El licenciado accedió a oír ese coloquio que juzga por bueno por ser escrito y notado del buen ingenio del señor alférez".

Todavía hay más, que el alférez estaba muy atento, con el juicio delicado y desocupada la memoria, gracias a las muchas almendras y pasas que había comido. Como fuere así, lo escribió de memoria otro día, casi con las mismas palabras, sin añadir ni quitar nada. No fue una noche la plática, que fueron dos consecutivas, aunque sólo tenía escrita una, que era la vida de Berganza, que la de Cipión la pensaba escribir otro día. ¡Qué memoria la del alférez!

Sacó del pecho un cartapacio y se lo dio al licenciado, el cual lo tomó riendo y como haciendo burla de lo oído y de lo que pensaba leer.

El alférez se recostó en una silla, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio vio que estaba puesto este título: Novela del coloquio de los perros. 

Admiro el artificio empleado por Cervantes para hacer hablar a los perros y a sí mismo, que es en realidad quien habla y critica a una sociedad corrupta, que no Berganza el can. Pero pasa inadvertido para el amantísimo y desocupado lector.

-¿El artificio?

-Es un delirio de las fiebres
de Campuzano. No es real, es fruto de un estado febril. Todo es un juego de apariencias:

"...yo oí y casi vi con mis ojos a estos dos perros..."

Se está echando encima la noche, voacé no debe arriesgarse por esas callejas oscuras. Otro día comentaremos ese coloquio canino.

-Quédese con Dios, don Lope. con Dios y ese libro que tanto le place. No puede disimularlo.

-Con Dios, don Alonso Fernández de Avellaneda.



No deis mucho crédito a lo que encontráis escrito ahí arriba, en buena parte es fruto de los sudores de un catarro que pillé tras aquel sol otoñal. Los anticatarrales tienen efectos extraños.


Un abrazo para los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino

*Introducción a la novela "El casamiento engañoso y el coloquio de los perros", página 31 de "Novelas ejemplares II", Miguel de Cervantes, edición de Harry Sieber, Cátedra, Letras Hispánicas, Madrid 1986.