Comentario a la novela "Nada", de Carmen Laforet, para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.
El domingo pasado salí a pasear, bajo la lluvia. El agua no molestaba demasiado, no hacía frío y el otoño había desenrollado, a mi paso, su acostumbrada alfombra marrón, verde y amarilla. Saqué la novela "Nada" del bolso, muy a pesar del paraguas abierto, y la abrí por una página al azar:
"El tiempo era húmedo y aquella mañana tenía olor a nubes y a neumáticos mojados. Las hojas lacias y amarillentas caían en una lenta lluvia desde los árboles. Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de las casas y en los troles de los tranvías; y sin embargo me envolvía la tristeza. Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo y cerrar los ojos".
Cerré el libro. Allí estaba la protagonista, cumpliendo su sueño de vivir un otoño en la ciudad. Con la cámara del móvil quise atrapar a la de la portada del libro, en medio de una mañana con "olor a nubes". Una Andrea algo desdibujada, parecía huir hacia su refugio de " hojas lacias y amarillentas". Encajaba con mi lectura, guardé la imagen y aquí la tenéis, en la cabecera de esta entrada.
¿Por qué tanta tristeza, Andrea? ¿Qué hay más allá de la decepción ante unos familiares y una casa que imaginabas de otra manera?
¿Qué tiene de raro "la chica rara"? La escritora Carmen Martín Gaite te llamó así y ella misma creó chicas raras y no tan raras, para su novela "Entre visillos". Sois la antítesis de las heroínas de las novelas rosas, no buscáis al príncipe azul, pedís más a la vida.
¿Qué sabemos de tus padres y de las causas de tu orfandad? ¿Por qué es "rara" la familia de tu padre? ¿Qué viviste en aquel pueblo pequeño? ¿Y en el colegio de monjas donde pasaste la guerra?
¿Y tus estudios de ahora, en la Universidad de Barcelona? Nos cuentas muy poco, salvo la dificultad de disponer de un diccionario de griego. Y no nos permites pasar más allá de las rejas universitarias, donde te refugias absurdamente de la lluvia, menudo resfriado pescas. No mencionas a profesor alguno ni asignatura alguna. ¿Es esto propio de una estudiante? ¿De una muchacha que tiene que vivir en una casa enloquecida para poder estudiar "Letras"?
Perdona que me atreva a forjar para mí mi propia Andrea. Es un defecto de los lectores, bien lo sabes tú, que has sido leída por un público diverso, desde los cuarenta del siglo pasado hasta ahora.
Y, como a una buena amiga, vuelvo a invitarte a tomar el té, con algún dulce, sé que son tu debilidad. Te apunto el día y la hora como la otra vez, no faltes. El lugar, ya sabes.
Me gustaría viajar contigo más allá del hermoso texto de Carmen Laforet. Sí, lo reconozco de nuevo, llevo camino de emular la locura de don Quijote.
Me siento, tomo mi té, se va a quedar frío, y me sumerjo en la lectura. Andrea sigue sin aparecer. Me saluda una vieja profesora de Literatura, la misma que se escandalizó por dedicarle atención al Quijote apócrifo. No puedo impedir que me dedique una larga disertación sobre "Nada" y la novela de posguerra, un relato sin grandes novedades técnicas que supuso un aldabonazo en el panorama narrativo de...Mientras ella habla, yo pienso en el indefinido encanto de "Nada", en sus contornos imprecisos, en su niebla.
Cuando me quedo sola, el ordenador está encendido, no queda rastro de té, ni de leche, ni del bizcocho. Bueno, sí, unas migas. ¿Qué ha pasado? ¿Otra vez ha estado aquí Andrea sin que yo pueda verla? ¿Me lo he tomado todo yo sin darme cuenta?
Me voy a casa y echo fuera mis fantasías. Pero cuál sería mi sorpresa cuando abro el ordenador y encuentro esta carta de Andrea, en una entrada borrador, a medio cocer.
-Mi apreciada lectora:
Disculpe que no me dirigiera a usted en la cafetería, ya sabe que no nos está permitido a los personajes tomarnos estas libertades con los lectores. Mas usted insiste, de todas maneras le agradezco su invitación. El dulce estaba delicioso.
Me he tomado la libertad de escribir aquí, donde usted se pregunta por mi tristeza, qué hay más allá de ella. Siento simpatía por los lectores como usted que se construyen su propia novela, aparte de lo que el autor haya dejado escrito. No se disculpe, Carmen Laforet estaría encantada. Y sigo la senda que ella trazó, le digo que:
"¡Cuántos días sin importancia!" Los días me pesaban, arrastraba los pies al volver de la Universidad. Sentía "una cuadrada piedra gris en el cerebro".
El ruido de los tranvías con tía Angustias que cerraba las persianas para que no me molestara la luz. Y, por las noches, con el calor, el traqueteo otra vez, con la brisa que traía el olor de las ramas de los plátanos.
Abrí los ojos y allí estaba mi abuela, no la viejecita de la noche anterior, sino una mujer vestida de seda azul, a la moda del siglo pasado. "Sonreía muy suavemente" y junto a ella, ahí estaba mi abuelo con su barba castaña. Nunca los conocí así, era cuando llegaron a Barcelona hace cincuenta años.
Había habido una historia de amores difíciles, pero ellos se querían mucho. Estrenaron la casa de la calle Aribau, en las afueras. Imaginaba a mi abuela, con el mismo traje azul, entrando en un piso vacío que olía aún a pintura. Y se fue llenando: cortinas, encajes, terciopelos, lazos, baúles, rincones, paredes, relojes, un piano y "muchos niños como en los cuentos". La calle fue creciendo, vino el primer tranvía, la casa fue envejeciendo y ellos seguían allí.
Y en ella pasé algunos veranos de mi infancia, como única nieta, mimada por tíos y abuelos, traviesa, en medio de un bullicio que me parecía excitante. La casa se había quedado encerrada en el corazón de la ciudad: "el oleaje entero de la vida rompía contra aquellos balcones con cortinas de terciopelo".
Ahora todo había cambiado y me sentía insegura, tenía que enfrentarme con los personajes de la noche anterior. La habitación había perdido su horror pero no su desarreglo, su abandono. "Un rayo de sol polvoriento" subía sobre los cuadros torcidos y sin marco.
Los abuelos habían muerto, mejor para ellos. La joven de seda azul no tenía nada que ver con la momia que me abrió la puerta. Vivía, sí, "entre la cargazón de trastos inútiles".
Así terminan los trastos inútiles
Tenía que enfrentarme a ellos, vi un gato "con un singular aire de familia con los demás personajes de la casa". "Despeluzado", "ruinoso", me miraba, enarcó el lomo. "Excéntrico", "espiritualizado", "como consumido por ayunos largos, por la falta de luz y quizá por las cavilaciones". Demasiado para un gato, aún así le sonreí.
Me vestí, abrí la puerta: el recibidor de anoche, un hueso pelado por el perro, el comedor y un loro que chillaba como loco. Tenía hambre y "no había nada comestible que no estuviera pintado".´
El comedor comunicaba con el cuarto de la tía Angustias. Me quedé asombrada porque estaba limpio y en orden, como si fuera un mundo aparte, y lo era. La tía se preparaba para dedicarme un sermón.
Sabía que había estado interna en un colegio de monjas, durante casi toda la guerra; para ella, eso era una garantía. Pero se preguntaba cómo habrían sido esos dos años que yo había pasado en un pueblo pequeño, con mi prima, la familia de mi padre tan rara...
Decía estar muy preocupada por la difícil tarea que se le presentaba, la de moldearme en la obediencia. ¿Conseguiría moldearme a su gusto? Porque la ciudad era un infierno y Barcelona más infierno todavía y "una joven en Barcelona debe ser como una fortaleza". Me preguntaba si entendía, le contesté que no y la tía ironizaba: "no eres muy inteligente nenita". Se esforzaba en explicarme que yo era su sobrina y, por lo tanto, "una niña de buena familia, decente, modosa y cristiana".
...como una fortaleza
Por último, me advertía de que sus hermanos habían sufrido en la guerra y estaban mal de los nervios. Tenía que ponerme en guardia. Mi tío Juan se había casado con una mujer nada conveniente...Me prevenía contra Gloria, le daría un disgusto si me hacía amiga de ella. Decidí disgustarla un poco.
Escapé al comedor y allí estaba Gloria dando papilla a un niño. Conocí al tío Román, un hombre de "cara agradable e inteligente" que engrasaba una pistola. Me presentó a su perro Trueno y "me sentí alcanzada por una ola de agrado ante su exuberancia afectuosa". En honor mío, sacó al loro de la jaula y le hizo hacer algunas gracias. Hasta aquí bien, pero, de pronto, tuvo un cambio brusco que me desconcertó:
Gloria nos miraba embobada y Román dijo casi gritando. "Pero ¿has visto que estúpida esta mujer...cómo me mira?"
Juan acude, amenaza a Román con los puños, te mato. Román que ahí tienes mi pistola. Gloria chilla. La rabia de Juan se desplaza ahora a su mujer, la insulta, ella grita y llora.
Luego, Román quiso tranquilizarme: "No te asustes, pequeña. Esto pasa aquí todos los días". Me acariciaba las mejillas y me sonreía. Se marchó y la discusión entre Juan y Gloria se volvíó violentísima. Angustias se asomó para pedir silencio, el tazón de papilla del niño acabó estrellado contra la puerta, en dirección a la tía. El niño lloraba. La abuelita, que venía de misa en ese momento, suspiraba con resignación. La criada puso la mesa para el desayuno, con un gesto desafiante, como de triunfo. Disfrutaba. ¡Qué horror de casa! ¡Todos los días!
"¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias...Historias demasiado oscuras para mí...Y, sin embargo, habían llegado a constituir el único interés de mi vida...se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada reticencia de Román. El resultado parecía ser aquella inesperada tristeza."
He llegado hasta mi "inesperada tristeza".¿Ya lo ve usted claro, apreciada lectora?
Nos tomaremos otro té, con algo dulce, por supuesto.
Un abrazo de Andrea
No, Andrea, ahora sí que lo veo turbio. ¿Por qué te preocupa tanto "cada reticencia de Román"? ¿Por qué analizas los gestos de Gloria? ¿Por qué estás tan atenta a lo que pasa en la escalera?
Perdona que te haga tantas preguntas. Debería saber que "la novela consiste en sumergirse en un enigma para volverlo irresoluble, no para descifrarlo". Lo leí en "El País Semanal", el pasado domingo, en un artículo de Javier Cercas. Las novelas que nos gustan tienen un "punto ciego". Porque, como dice Cercas, "la novela no es el género de las respuestas sino de las preguntas".