jueves, 23 de junio de 2016

El doncel de Don Enrique el Doliente: "aquí tenéis el corazón criminal que os ha querido bien; acabad de una vez con el único estorbo de vuestros intentos"


Comentario al tercer capítulo de la novela El doncel de Don Enrique el Doliente, de Mariano José de Larra. Para la lectura colectiva de La Acequia, dirigida por Pedro Ojeda.

¡Hola de nuevo, amigos que pasáis por aquí! 

Recordáis que la semana pasada mi amiga Austri y yo tuvimos nuestra habitual tertulia literaria bajo la lluvia de la pelusa de los chopos, algo habitual en el mes de junio. Esta semana nos encontramos en el Espolón, bajo la lluvia lluvia, rodeadas de coches antiguos que olían a gasolina de la de antes. Una cafetería cercana nos sirvió de refugio y de lugar de charla, algo que no se nos da mal a ninguna de las dos. 



-¡Hola Austri! ¿Se te ocurre alguna manera de comentar lo que hemos leído? Porque la novela es tan larga y densa. Tenemos que seleccionar, sólo momentos clave.

-Pues…se me ocurre que yo podía meterme en el papel de doña María de Albornoz, la esposa de don Enrique de Villena, el “poderoso conde  de Cangas y Tineo”,  y tú en el de su dama principal doña Elvira, mujer de Fernán Pérez de Vadillo. ¿Recuerdas que cuando éramos niñas jugábamos a las comedias con las historietas de los tebeos? 

-Recuerdo, Austri, qué bien lo pasábamos. ¡Cómo nos gustaban las historias de hadas y princesas! ¡Pero después del "se casaron y fueron felices" no había nada más! No nos contaban sus desdichas matrimoniales como María y Elvira. 




A lo que íbamos,  nos quedamos cuando don Enrique interrumpe precipitadamente la cacería en los montes del Pardo, para acudir al alcázar madrileño, a la corte del rey Enrique III el Doliente.

Entre las habitaciones inmediatas a las de su Alteza se contaban algunas de las principales dignidades de su corte, pero distinguíase entre todas la de don Enrique de Aragón, llamado comúnmente de Villena; este joven señor, uno de los más poderosos y espléndidas de la época, era tío de don Enrique III…”

-Comienza Austri, digo mi señora doña María de Albornoz, cuéntenos sus cuitas. Es una obra romántica y todo lo has decir con mucha exaltación. 

-Será un placer, señora mía. Mis cuitas giran en torno a mi esposo, don Enrique de Villena, más cortesano que guerrero y más ambicioso que cortesano. Su carácter no es muy a propósito para las armas, nunca pensó en acrecentar sus estados con conquistas hechas a los moros;  mas su afición a las letras no le hace muy popular en la Corte. Las lenguas, la poesía, la historia, las ciencias naturales, las matemáticas, la astronomía, incluso la misteriosa alquimia. 



Su erudición, tan poco común, atrae rumores extraños sobre su persona. Los ignorantes achacan a causas sobrenaturales cuanto no está a su alcance y llámanlo Enrique de Villena el Nigromante, bien lo sé. Reconozco que él abusa de sus conocimientos para deslumbrar a los demás, les mete cada susto...Asimismo le achacan, y ello me toca más de cerca, “cierto afecto decidido al bello sexo”. Y su ambición, que no ha de pararse don Enrique en los medios cuando se trata de conseguir algo. 



Los días pasan en nuestra parte del alcázar, tan ricamente alhajada como corresponde al señor conde de Cangas y Tineo. Entre alfombras, almohadones y pebeteros de oro, aspirando aromas orientales, vivo yo, doña María de Albornoz, una mujer todavía joven y dicen que bien parecida. Vestida con cierto descuido, ocupada en delicadas labores, sentada en una poltrona, con los pies en un taburete. Así  vive una dama principal, en ausencia de su esposo ocupado en la caza o en la guerra. ¡Rodeada de dueñas y doncellas! Borda que te borda, teje que te teje...

Pero la que me ayuda a pasar las horas es  mi fiel camarera doña Elvira, inferior a mí en dignidad y riqueza, mas no en gracia ni en hermosura. ¡Cuánta envidia la tengo! Y no por su tez de seda, sus cabellos de ébano o esos ojos que inspirarían al más enamorado trovador. Yo, la esposa del ilustre Enrique de Villena, ricamente dotada con las villas de Alcocer, Salmerón y Valdeolivas, confieso envidiar a la mujer de un hidalgo particular.


Museo de Burgos. Cortesía de Mercedes González.

Al caer la tarde, llega la hora de las confidencias. Elvira y y hablamos en voz muy baja, no nos oigan las dueñas y las doncellas, ávidas de novedades. Dígola que la envidio porque tiene un marido que la ama, se casó enamorada y no ha de temer la ambición y las intrigas cortesanas. Porque yo sólo en el nombre soy esposa del conde de Cangas y Tineo. Tres días hace ya que partieron a caza de montería, el suyo y el mío. Fernán Pérez de Vadillo ha venido dos veces a ver a su Elvira, mientras el mío prefiere la vista de los jabalíes y los ciervos.

"¡Maldita razón de estado!" Si se hicieran las cosas dos veces, no daría mi mano sino a un hombre de sentimientos conocidos, el mismo a los tres años que a los tres días. Así se lo digo a Elvira que suspira y me señala la distancia que existe desde la idea imaginaria que del matrimonio nos formamos  hasta la realidad de lo que es este vínculo en sí verdaderamente. Me confiesa que ella misma se casó enamorada hace tres años y Vadillo no lo estaba menos; pero ahora ni ella encuentra en su excelente esposo el amante ni él acaso encuentra en ella a la Elvira de sus amores. Me sorprenden sus palabras sobre lo que desgasta el día a día. ¡Sólo el cariño puede ser la salvación!


"La vida común, en la cual cada nuevo sol ilumina en el consorte un nuevo defecto que la venda de la pasión no nos había permitido ver la víspera en el amante, se opondrá siempre a la duración del amor entre los esposos."

"En cambio, una estimación más sólida y un cariño de otra especie se establecen entre los desposados, y si ambos tienen alternativamente la deferencia necesaria para vivir felices, podrá no pesarles de haberse enlazado para siempre."


Museo de Burgos. Cortesía de Mercedes González.

Elvira derrama consuelo en mi corazón, si ella no se considera completamente dichosa...Abro mi corazón: "si tu esposo te insultase diariamente con su frialdad, si tus virtudes no te bastasen..."

Ella me aconseja redoblar esas virtudes, paciencia y resignación, lo de siempre. ¡Qué mal paga mi afecto don Enrique! ¡Qué poco sabe apreciar la esposa que tiene! En esto estamos cuando se oye la señal del conde, suena la corneta, se oyen las pesadas cadenas del puente. Es extraño, la cacería era para cuatro días y llevan tres...tal vez sea requerido por el Rey para algún asunto de estado o...el caballero todo de negro que llegó a todo correr esta mañana,...pudiera tener que ver con esta sorpresa. 

Mi corazón me engaña rara vez, nada bueno...Estoy demasiado sencilla, pido a mis doncellas que me peinen y me engalanen, llega mi señor esposo. El cuidado le probará el aprecio que hago de su amor, acaso vuelva avergonzado de su conducta, no he de perder la esperanza. ¡Qué ingenuidad la mía!

Oigo pisadas aceleradas. Se paran de trecho en trecho y vuelven a andar, se diría que tratan andando cosas de importancia. Ahora los oigo en el dintel, entran. Mando salir a dueñas y doncellas, Elvira y yo tenemos los ojos clavados en la puerta. Entra mi esperado esposo que despide a dos de sus tres acompañantes, se queda el conde con el juglar ante la esposa anhelante. ¿Por qué no despide ya a Ferrús, el zorruno coplero?



Ya sabía yo de la frialdad de sus caricias y la severidad de su trato. Exagero mi sorpresa: "¿Tú en mis brazos tan presto? ". Me pregunta si acaso me pesa su presencia, con una risa sardónica que me hiela el alma. Contesto como una buena esposa que sólo existo para él y no deseo otra dicha sino su presencia. Enrique sigue con la burla: tan engalanada me encuentra sabiendo que él está en el monte. Intento seguir un poco más con el papel de abnegada esposa, todo inútil, comenzamos a reñir. No estamos solos y él parece darse cuenta ahora, echo sobre Elvira una mirada de dolor. Mi camarera se retira y también lo hace Ferrús. ¡Ya tardaba!

Desesperada retuerzo mis manos, con los ojos clavados en el conde, pensando en las palabras que acaba de decir al malicioso juglar:"tenemos que tratar materias en que no habemos menester testigos".


Nos quedamos solos, algo para mí extraño, como él mismo remachaba. Calla como si dudara de decir lo que trae pensado, se pasea con pasos acelerados. Decidida a no rendirme, le pregunto si por fin su corazón se ha rendido a mi amor, si ha pensado cortar las rencillas que han amargado "nuestra desdichada unión". Murmura algo entre dientes, se pasea sin mirarme una sola vez. Yo me decido:


"...¿qué tardáis en venir a los brazos de la mujer que más os ama y que no ha amado nunca sino a vos?... Desechad esa dura indiferencia... Si algún rubor de vuestra pasada frialdad os impide darme ese contento, yo os lo perdono todo."

El conde grita fuera de sí al oír la palabra perdón. Sus palabras son crueles:

- "Perdón... vos a mí. ¿Y sabéis antes si os perdono yo a vos?"


No puedo sufrir esas palabras, sólo soy culpable de amar y sufrir. Le digo que me perdone, pero proclamo: " soy vuestra esposa y tengo derecho a vuestro amor, o por lo menos a vuestra consideración".
Me dice que no se trata ya de amor, que ha llegado el caso de un rompimiento completo. 
"¡Desgraciada de mí!" ¿Y qué causa alega? Aprieta el puñal en su mano y yo le pido que saque el puñal todo. Le ofrezco mi vida:

"...aquí tenéis el corazón criminal que os ha querido bien; acabad de una vez con el único estorbo de vuestros intentos... De otra manera, don Enrique, jamás conseguiréis esa separación; yo quiero antes saber el motivo que os conduce a...".


Museo de Burgos. Cortesía de Mercedes González.




Ahora pretende embaucarme como al vulgo. Dice que el estudio ocupa todas las horas de su vida y le impide entregarse a la belleza terrenal. Que son los culpables "los hondos arcanos de las ciencias".

¡Delirios! es mi respuesta y como no le satisface, pronuncia secamente: "mi voluntad".

Le advierto que para ese divorcio que pretende necesita de mi voluntad. ¡Divorcio! 

Jamás daré mi consentimiento y se lo hago saber, Me amenaza:

"¡María! ¿Conoces mi furor? Tú me le darás..."


¡Ah! Oculta su perfidia, ama a otra, no puede tener otro origen ese extraño interés. Se lo sugiero e interrumpe rojo de colera: "Cuando don Enrique de Villena pueda volver al estado de la estupidez y de la ignorancia de un ente que nace al mundo, entonces amará a una mujer..."

Proclamo su mentira, yo he sorprendido sus miradas inicuas, he leído el pecado en sus ojos. Quiere imponerme el silencio con su voz ronca. Incluso me concede mis "gratuitas suposiciones". Será inútil, no venceré su repugnancia a fuerza de amor. Y yo lo sé, yo he llorado muchas lágrimas que desahogaron mi corazón, con mis propias manos yo...

Me pide que acabemos, que ya de mucho tiempo he consentido y de nada me servirá mi tenacidad. He de darle el consentimiento y retirarme a un monasterio, que las villas aportadas al matrimonio pagarán con creces mi dote.


Mis esfuerzos serán inútiles, pero nunca pondré yo misma la primera piedra de mi deshonra. Que haga Enrique lo que guste, pero puesto que quiere guerra, guerra le juro, a muerte.


Me muestra un pergamino, falta mi firma la pie. Es una demanda de divorcio pedida por mí misma. Me amenaza, no me iré sin firmarlo. Me detiene con una mano, mientras me enseña el pergamino con la otra, en la que reluce un agudo puñal.

Grito desesperada: "¡Nunca! ¡Socorro! ¡Elvira! ¡Elvira!"

Huyo hacia la cámara y se arroja sobre mí, para impedir la salida. O callo, o soy muerta. O callo o templo el puñal. Mas en vano procura taparme la boca, sonidos inarticulados se escapan de mi pecho y resuenan por el salón. En vano me sujeto a sus pies, de rodillas hago esfuerzos por desasirme de aquellos lazos crueles.

Me tiene ahora más sujeta y repite la cruel pregunta: "¿No firmaréis?". En ese momento, gira una puerta sobre sus goznes ruidosos y entra Elvira asustada. Me levanto y escapo de la fuerza opresora. Sí, grito, firmaré. Y añado: "pero de esta manera". Me precipito sobre el pergamino y lo arrojo al fuego sin que Enrique lo pueda evitar. 



Elvira me pregunta que tengo y mira al conde que parece su propia estatua. Me arrojo en brazos de mi fiel camarera sin aliento, sin palabras, sólo ayes, suspiros y lágrimas.

El conde vuelve las espaldas y sonríe "con cierta expresión sardónica de desprecio y de indignación". No profiere ni una palabra que pudiera dar a Evira la clave de lo que entre sus señores ha pasado. Llega a la pared, aprieta con su dedo un resorte oculto en la tapicería y aparece una puerta secreta. En ella desaparece "como un espectro que se hunde en una pared o que se borra y desvanece". No es magia ni encantamiento, pero lo parece. ¡Así cría su fama de hechicero!


-Ahora me toca a mí ser doña Elvira. Lo dejamos para la próxima entrada. Has sido una doña María de Albornoz muy romántica.


-¿No he estado algo exagerada?

-¡No! Tiene que ser así. Y don Enrique de Villena...qué malo tan malo. Todo porque quiere ser Maestre de Calatrava. Razón de estado. La pasión del poder. 

-¡Qué raro que no hicieran una película con esta novela, en los años cuarenta y cincuenta, cuando hacían tanto cine histórico de cartón piedra!

-No, que aquí aparece la palabra...¡divorcio!

-Los conflictos amorosos de doña María de Albornoz y de doña Elvira no eran tan distintos de los de Dolores Armijo, el amor de Mariano José de Larra. ¿Verdad? ¿No pasaba en el XIX como en el XIV?


Un abrazo de:

María Ángeles Merino
y Austri

Fotos del Museo Provincial de Burgos realizadas por una alumna del CEPA Victoriano Crémer. Gracias Mercedes González.

9 comentarios:

  1. El conde malo malísimo, y el resto de personajes también muy pintorescos. Por muy romántico que se sea, por muy enamorado que se esté, no termino yo de ver el personaje de Macías, y la pobre Elvira, culpable y víctima sin encima catarlo, cuyo único pecado ha sido ser fiel a su marido y a su señora. ¡Señor, señor!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Lo de Elvira es un poco rarito, es cierto. Lo de Macías es un capricho obsesivo más que verdadero amor, como dice Myriam.

      Eliminar
  2. Truculencias para atrapar a lectores (y, sobre todo, lectoras) de la época, que no tan raro es lo que ocurre en la novela ni siquiera hoy. Me ha gustado que Austri haya sido María de Albornoz y tú le hayas servido de confidente, como otra Elvira...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La literatura popular usa esas truculencias, incluso los humildes tebeos de princesas y hadas que leíamos las crías de los sesenta.

      Eliminar
  3. Ya sabía y mucho generar intriga y dudas para atrapar a los lectores y como dice Pedro lectoras ,es que a nosotras el romanticismo nos pierde aunque nos de disgustos a mansalva.

    Que bien vais desempeñando los personajes.Lo dicho yo estoy encantada con estos aportes me entero y mucho.

    Feliz Noche de San Juan vamos a quemar todos los trastos y después a darnos un baño en el mar a media noche.A ver, si se cumplen los deseos de que este nuevo gobierno sea para bien...?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Quemamos los trastos pero no nos bañamos en el mar...ni en el río, qué frío. Afortunados sois. Lo del gobierno que sea para bien, crucemos los dedos.

      Nuestra pequeña comedia nos ayuda, algo de romanticismo hay en toda mujer. Como dices, nos puede dar disgustos, ay.

      Eliminar
  4. Evidentemente Enrique de Villena era un personaje muy interesante (el verdadero) para haber generado tantas leyendas e historias.... Fui al enlace del Nigromante (eso descrito ahi, no es alquimia, ni creo que remotamente haya pasado algo así: me refiero al cadáver descuartizado metido en el alambique)

    Besos

    ResponderEliminar
  5. En la foto de Mercedez Gonzalez, parecen colgados...

    ResponderEliminar
  6. Sí.Podría haber sacado más partido del Nigromante. Las fotos de Mercedes están tomadas de una forma original.Son estatuas yacentes pero ella les ha cambiado sabiamente la perspectiva. Besos Myr.

    ResponderEliminar