Ya sé que no es una torre, es el ábside de San Pelayo (San Pedro Samuel) |
Comentario a las páginas 94- 126 de la novela "Intemperie", de Jesús Carrasco. Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.Habla "Chico", el niño de Intemperie:
Yo me iba. Un respiro ante lo incierto del camino que iba a tomar. Y no lo tomé porque la brisa me trajo un ruido de motor. Me vuelvo y descubro una nube de polvo. Es el alguacil en su moto y dos hombres a caballo. El cabrero me dice "escóndete" y yo, desesperadamente, me arrastro como una culebra. Los guijarros se me clavan y me rompen las mangas de la camisa. Recorro entero el muro, tengo que pasar al otro lado. El perro me sigue, el muy tonto, no me delates, amigo.
Cesa el ruido de la moto, las cabras balan y menean sus cencerros, pero el silencio me eriza el pelo de aquí atrás. La voz del alguacil corta como un cuchillo. Noto un calor húmedo, el orín empapa mis botas. "Buenas tardes, viejo. Señor. ¿Ahora me llamas señor? Mucho calor. Ya lo creo. ¿Un trago? Te lo agradezco, viejo".
Oigo los esfuerzos del viejo que no puede con la garrafa. Se preguntarán quién se la ha llenado. Oigo el descorche y el ruido del agua que cae por su garganta. Y el agua que chorrea. Uno que llaman "Colorao" no quiere beber agua y dice algo del vino que tendrá el cabrero. Y de alguien que no bebe agua desde los doce años. Silencio.
El alguacil dice lo que yo temía: "Andamos buscando a un niño desaparecido". El viejo asegura que lleva semanas sin ver a un cristiano. Que debe sentirse muy solo, las cabras me hacen compañía, contesta. Y una tercera voz que si el viejo se entretiene mucho con ellas. Y suelta una carcajada.
Escalera interior de la puerta de San Martín (Burgos) |
Esa voz me bate los sesos. Tiemblo, encaramado a una piedra saliente. Casi pierdo pie y me caigo.
-"Sal si estás ahí, renegado".
Ahora oigo a los tres, ahí abajo. Uno de los de a caballo dice que o estoy muerto o estoy aquí. Oigo claramente: "Si está ahí, saldrá".
Mi oído es fino. Siento como revuelve el suelo con la bota y revuelve los restos de la fogata donde asamos el conejo. Es él, ahí abajo, fuma, me llegan hebras de humo blanquecino. Juega a abrir y cerrar su mechero de gasolina plateado, clic clac, clic clac. Van a asarme como a un conejo. Huele a paja quemada.
Las llamas van a llegar hasta mí pero no tengo tiempo de asustarme. Aprieto la espalda contra la pared, tal vez tenga que "saltar sobre el humo y las llamas". No, no me dejaré caer sobre el fuego, antes dejaré que el fuego me muerda hasta matarme.
Las llamas no alcanzan mis pies pero iluminan la torre y ahora distingo una estrecha sombra vertical justo enfrente de mí, puede ser mi salvación. "Podría ser una ventana o la hornacina de un santo a media escalera". Me giro y palpo la pared, busco donde agarrarme. Consigo avanzar, alcanzo la sombra, es una saetera cegada que se abre paso al exterior, me acuclillo e introduzco mis manos entre las piedras que la taponan. El humo está llegando a mí. Consigo sacar dos rocas que caen al fuego, encajo la cara en la abertura y, por fin, respiro hondo. No han oído la caída, esperan un cuerpo, no una piedra.
Saetera en la ermita visigótica de Quintanilla de las Viñas (Burgos) |
Más tarde supe que ardieron los serones de esparto y el relleno de paja de la albarda. El fuego se apaga y se van.´Pasa mucho tiempo y yo sigo en mi escondrijo. Me duelen las piernas pero no quiero encontrarme al alguacil al pie de la torre, esperándome. Estoy todo ennegrecido pero vivo. Me pregunto si han quemado la torre siguiendo el dedo del cabrero o es que consideraban al torreón el único escondite posible.
Desde la saetera veo caer la tarde, la piel me tira, me suenan las tripas y mis rodillas ya no se quejan, para qué. La voz del cabrero no llega y me quedo dormido. Me despierta un grito ahogado, en medio de la noche, al pie de la torre.
"La voz que le llamaba se hizo más fuerte, aunque no más clara.
-"¿Estás ahí, chico?"
En la oscuridad, me llegan las toses del cabrero y, a continuación, el ruido de algo que se cae. Tardo mucho en bajar, destrepo tanteando los huecos con mis botas, las piedras me parecen de manteca. Cuando llego al suelo, encuentro tendido al viejo, le tiro de las mangas y le muevo la cara para que espabile. Pongo la oreja en su pecho para saber si late su corazón, lleva demasiada ropa. Palpo su cuerpo, noto una humedad pegajosa sobre su pecho.
Quiero sacarlo fuera, tiro de sus piernas. Consigo llegar a la puerta, acerco mi cara a su boca, respira, no sé lo que le pasa. Paso la noche acurrucado junto a él, esperando la luz de la mañana. Le arde la frente y gime en sueños su dolor. Me siento culpable de no haber confiado en un hombre bueno.
Amanece y descubro lo sucedido. Le quitaron la chaqueta y le arrearon con una vara, la camisa puesta. "Tenía la cara llena de sangre reseca...labos astrosos...ojos inflamados como higos maduros". Todo amoratado y lleno de marcas. Tiro de su brazo para levantarlo, le abofeteo, por fin da señales de vida. Me pide que deje de pegarle, que ya ha tenido bastante.
Mis manos lijan mi cara; tan duras, tan ásperas, tan negras. Quiero llorar, gritar o hacerme daño. El cabrero me pide agua. Salgo fuera y descubro seis cabras degolladas, las moscas taponan sus heridas. Quedan tres cabras y el burro. Ni rastro del macho cabrío ni del perro.
Alcuza |
Serijo |
No podía imaginar lo que pesaba el gancho, casi me caigo. Me acerco por detrás, meto la vara entre sus patas, la cabra no es tonta, se percata y huye. Ya me canso, consigo derribar a una, suelto la vara y me abalanzo sobre ella. La agarro de una pata y la arrastro hasta el muro, como a un saco pesado.
Y ahora a ordeñarla, el pobre viejo tiene que beber algo. Me hubiera gustado demostrarle que he aprovechado los días junto a él. Coloco la lata bajo las ubres y me arrodillo detrás. Recibo tales coces que hinchan mis mejillas; coloreadas y brillantes, como "manzanas de feria bañadas en caramelo", Por qué me acordaré ahora de manzanas y de caramelo, tan cubierto de hollín y con un olor a humo rancio que no se me quitará nunca. Será el hambre.
El viejo gime, he de darle leche. Busco algo de paja y coloco al animal delante de mi cara, Mientras come, me coloco a un lado, agarro los pezones y tiro; se alargan como si fueran de goma pero no sale nada. Me escupo las manos y las froto con una mezcla de sangre, hollin y saliva. Mis dedos resbalan, por fin brota algo de leche que cae a tierra, la lata es demasiado estrecha. Acerco la lata al pezón, consigo un par de dedos de líquido. Voy aprendiendo.
De aquí |
No encuentro nada que sirva, solo dos colillas marrones del tabaco del alguacil, fumando tan tranquilo mientras me asa en el torréon. Aprieto los dientes.
Ato el cabo del ronzal, tan corto, a los tobillos del pastor. Empujo al burro, las lajas se le clavan en la espalda, gime, todavía respira. Le hago daño, no puedo dejarlo al sol, se moriría. Tal vez el ropón del burro debajo de su cuerpo...imposible. Seguimos.
"Los pies en alto tensionados por la cuerda, la esplada desgarrándose contra el suelo y los brazos como timones sin gobierno al final de todo. Romería de difuntos."
Consigo acomodarlo junto a la puerta cegada del castillo. Le elevo la cabeza metiendo una piedra plana bajo la tela, quiero escucharle. Lo he conseguido, ahora a por leche, ya sé ordeñar.
Vuelvo con la lata medio llena de leche, abro la boca del viejo metiéndole los dedos y vierto chorritos por el agujero. Se le mueven la nuez y los pelos de su barba. Vive. Bebo lo que queda de un trago.
Orino...muy poco, muy espeso, muy amarillo. Le limpio las heridas con un jirón de mi ropa empapado en orina, El roce de la tela le hace sufrir y se le caen algunas lágrimas, me agarra del brazo pidiéndome un respiro, detengo la cura. Al completarla, intento levantarme pero la mano del cabrero sigue cogida a mi codo. Nos dormimos así, ya no temo el contacto con su cuerpo, al contrario...
Despierto cuando el sol ya no recorta la sombra de pared sobre la tierra. El viejo también está despierto y me pregunta. "Cuántas cabras han quedado, tres, el macho no cuenta, no está, ¿también lo han matado?, no lo sé, aquí sólo hay cabras muertas, mira bien, seis cabras muertas, el perro y el macho han desaparecido, debes ir a por agua lo antes posible, si tiene sed, puede ordeñar una cabra, ya sé, son ellas las que tienen que beber."
Pozo abandonado |
Es casi de noche cuando vuelvo a la pared, se lo cuento al viejo, resopla, nunca nunca había visto en él una desesperación así. Intento animarle. " No se preocupe. Seguro que encontraremos más agua por aquí cerca. No, no hay. ¿Cómo lo sabe? Lo sé. Pues iremos a otro lugar. Yo no puedo ir a ninguna parte".
Tengo miedo, si el viejo no puede tendré que ir yo a buscar agua. Si estoy vivo es gracias a él. Me lo pide, le digo que no sé donde hay, él me lo dirá, "tengo miedo, eres un muchacho valiente, no lo soy, has llegado hasta aquí, porque estaba usted",
Cuando el viejo asegura que he llegado hasta aquí porque tengo voluntad, no sé qué contestar. Y me pregunta si he visto la corona del Cristo de ahí arriba. Le contesto que sí, que tiene tres puntas. Y me explica que son las tres potencias. memoria, entendimiento y voluntad. Miro hacia lo alto, se pone el sol, ahí está, lleva túnica, manos y corona. Y me gusta mucho oír esto de boca del pastor, nada que ver con aquellas retahílas de catecismo que me enseña el maestro, el que me meó. Voluntad, tengo voluntad, lo dice el cabrero, lo dice Dios.
Me dice que Cristo también sufrió, yo que no quiero sufrir más, él me da el remedio: nos quedamos aquí, nos morimos de sed y pronto dejamos de sufrir. No, eso no. Me cuenta que hay una aldea con pozo hacia el norte. Me dice que debo partir cuanto antes con el burro, pero que antes tengo trabajo en el castillo, haré lo que el viejo quiera, es la persona más importante de mi vida.
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Ahora toca quitar las vísceras y descuartizar a la cabra. Afila el cuchillo, pone al animal patas arriba y raja el vientre. Estoy acostumbrado a ver a mi madre degollar liebres y conejos, pero esto es distinto. Es un animal grande, sus entresijos no caben en la mano, el hedor me traspasa como un cuchillo. Los ojos del cabrero me empujan, mis manos son ahora sus manos. "Azules irisados, telas blanquecinas y formas globulosas" se retuercen hacia todos los lados. El viejo espera que lo haga yo, remangado y con el cuchillo en la mano me pongo a la tarea. Me pide que meta las manos debajo del mondongo , busque el cuello y corte. Me está enseñando el oficio.
A la luz de la luna, con los ojos rojos y la cara ardiendo, preparo unas estacas para colgar las tiras de carne. Reúno a las cabras vivas y las agrupo con una cadena de collares, los de los cencerros de las muertas. Ato la recua en una piedra cerca del pastor, así el viejo las tendrá a mano.
En la madrugada, damos por acabados los preparativos del viaje. Comemos migas de pan, unas pocas pasas y algo de vino. Sólo le queda una lección, ha de enseñarme a ordeñar correctamente. Le digo que es tarde, que puede enseñarme a la vuelta.
Pasan varios pájaros negros en dirección al pozo. Se me llenan los ojos de lágrimas. Imagino el paraíso del que hablaba el cura. Un tapiz verde con muchos árboles de muchas clases, agua brotando entre rocas húmedas, fresco musgo, charcas, torrentes, la luz dibujando espirales con los colores del arco iris. Tal vez el viejo no tenga tiempo.
Decidido, agarro a una de las cabras y la pongo delante del viejo, este me pide que agarre las ubres. Rodeo los pezones con los puños huecos y aprieto. Entonces el pastor me coge los pulgares y me los coloca de manera que las uñas empujen los pezones contra el interior de lso otros dedos. Envuelve sus manos con las mías. Ordeñamos. Me acaba de transmitir "el rudimento del oficio", la llave de su sabiduría. No es poca cosa sacar leche de una cabra, no se sonrían.
De aquí |
"Guárdate de la gente del pueblo"
Vuelvo la cabeza hacia el norte, no sé lo que me voy a encontrar. Le clavo los talones al asno y le arranco un trote que me aleja del castillo, entre eructos agrios.
Te seguiremos, chico.
Un abrazo de:
María Ángeles Merino
Nota: que siga acompañando al chico y al cabrero no es obstáculo para que comience con el análisis de las cartas de "La estafeta romántica" de Benito Pérez Galdós.