miércoles, 20 de noviembre de 2019

Las confesiones de una cernedora de recuerdos (3). "Las cosas tienen vida propia...".


La cernedora de recuerdos (3)
"Las cosas tienen vida propia".

El pasado domingo, 10 de noviembre de 2019, es bien conocido que se celebraron elecciones generales y, cómo no, cumplí con el deber ciudadano que, por circunstancias que no vienen a cuento, lleva camino de convertirse en rutina. Acudí al colegio electoral que me corresponde, el CEIP Río Arlanzón, el antes llamado Generalísimo Franco, mi viejo cole de la infancia, casualidad que me permite votar y recordar. Y, aunque lo haya visitado muchas veces después de mi último curso allí, no dejo de sentir extrañeza: qué pequeñito es todo, qué grande me parecía de niña.



Ya lo sabéis: me declaro “cernedora de recuerdos” y me gusta tamizar pequeñas porciones de vida, luces en la niebla de la memoria que aprisiono en el papel para que no se pierdan; porque vivo esa edad en que los flashes del pasado me sorprenden. Y, además, acabo de leer y releer Las confesiones de un pequeño filósofo, donde Azorín rememora y nos abre el apetito de rememorar.



El escritor no pudo resistir el deseo de visitar el colegio de su niñez, aunque una voz interior se lo desaconsejase:

«No entres en esos claustros…vas a destruirte una ilusión consoladora. Los sitios en que se deslizaron nuestros primeros años no se deben volver a ver; así conservamos engrandecidos los recuerdos de cosas que en la realidad son insignificantes».

Pero no atendió “esta instigación interna” e “insensiblemente” se encontró en la puerta del colegio y subió “lentamente las viejas escaleras”. Todo estaba en silencio, se oía “el coro monótono, plañidero, de la escuela de los niños”. Después oyó una campana, vio cruzar “una larga fila de colegiales” y se estremeció porque tuvo un instante la percepción de que “todo es uno y lo mismo” y era él “en persona que tornaba a vivir en estos claustros”.

No, el domingo entré en el mi antiguo colegio, ya sin riesgo de destruir ilusiones ni de empequeñecer recuerdos porque, aunque salí de allí a los once años, hube de volver a los diecinueve, en 1976, cuando todavía era Generalísimo, para realizar mis prácticas de los estudios de Magisterio. Recuerdo mi sorpresa ante el amplio vestíbulo, encogido como por arte de magia, y ante un espejismo similar al del “pequeño filósofo”: que era yo que volvía a la fila de colegialas de bata blanca.



Una vez dentro, lo de siempre: coger la papeleta blanca y la de color salmón, los sobres correspondientes, el DNI y a la mesa. En el vestíbulo montaban guardia los interventores con sus tarjetones, ya iba a ponerme a la cola cuando oí mi nombre.

-¡María Ángeles Merino!

-¿Quién eres?

-¿No te acuerdas de mí? Soy Mari Carmen P…, de tu clase, aquí en el Grupo.

-¡Sí! ¡Cuánto tiempo! Desde cuando estábamos con la señorita Felicidad.

-¿Qué te parece si subimos por la escalera y fisgamos un poco? ¿No te hace ilusión?

-Pero, Mari Carmen, nos van a echar el alto.

-Venga, no seas miedica, el de seguridad no mira ahora.



Dicho y hecho, me vi de la mano de Mari Carmen en un aula del primer piso. Nada que ver con la clase de la señorita Felicidad: colores vivos, personajes de dibujos animados, palabras en inglés, pupitres movibles, pizarra electrónica, estanterías y botes desbordados, ordenadores “zapaterines”, lo normal en una clase de ahora. De pronto, Mari Carmen descubrió algo que le llamó la atención, era una puerta gris con un calendario de 1967. Muy decidida, me empuja y exclama:

-¡El túnel del tiempo!  ¡Mira, esta sí es una clase de las nuestras!



La clase comenzaba siempre con rezos, el crucifijo en medio y los retratos de Franco y de José Antonio a los lados, como si de santos se tratara. Y la mesa de la maestra encima de la tarima, el puesto de vigía. Los pupitres dobles e inamovibles, mal lo teníamos si nos enfadábamos con la "compa". A final de curso, lijábamos y encerábamos su madera vieja y nos parecía divertido. 

-Como decía el gitano Melquíades, en Macondo: “Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima”. Vamos a dar vida a objetos escolares desconocidos para niños de enormes mochilas y deportivas fluorescentes. Mira, las niñas han dejado aquí sus batas con las chalinas y los cuellos postizos. 

 Las batas blancas, el esfuerzo de nuestras madres, sin lavadoras ni tambores de Colón. No todo era blancura, te acordarás de Milagritos que se ponía guarrísima y, en su casa, la castigaron  con una coletilla en la carta a los Reyes Magos que leyeron en Radio Castilla: “Milagritos lleva la bata hecha un asquito”. Entonces nada nos creaba traumas, no nos mandaban al psicólogo.



-Yo me acuerdo de Belén que todos los días se levantaba la bata para que la viéramos bien el modelito que llevaba debajo, era una chula, decíamos. Había niñas que, por el contrario, procuraban ocultar vestidos viejos y recosidos. Recuerdo que algunas no tenían abrigo.

¿Y las chalinas azules de lunares blancos? Acababan mal paradas después alguna batalla en el patio y nos reñían por conducta "poco femenina”. A mí me llamabais chicazo porque llevaba el pelo corto.

-Y a mí porque llevaba unos pantalones que mi madre encargó a la sastra "para no coger frío". A las maestras tampoco les hacía gracia, las mujeres con faldas, por Dios. Otra cosa que no toleraban era el  pelo suelto, yo eso sí, muy femenina, con cola de caballo y lazo. ¿Y el horroroso cuello de plástico rígido? Agobiaba pero estábamos acostumbradas, hoy dirían tortura infantil.

-Vamos a sentarnos en nuestros pupitres. Nos colocaban aritméticamente, por puestos, según las notas, en tres filas: la de las listas, la de las medianas y la de las tontas. Para coger un complejo y no soltarlo en toda la vida. Yo estaba aquí y tú ahí, me acuerdo. Eras más aplicada que yo y en tu casa te ayudaban más. No me quejo, peor lo tenían las últimas de la tercera fila, se portaban mal y recibían tortas a diario.



-Sí, como Teresina que no atendía a  nada, se aburría y claro “hacía el tonto”. Teresina, al pasillo o al rincón. Ahora recibiría atención psicopedagógica y  clases de apoyo, tal vez la diagnosticarían como TDH y a pastillazo limpio. El niño que no seguía la clase era tonto o vago o desobediente, ya sabes el tratamiento.

-Vamos a abrir nuestras carteras. Mira, mi enciclopedia escolar, el libro que lo traía todo: el ojo de Dios en un triángulo, los Reyes Católicos, Franco, la bola del mundo, el análisis morfológico y sintáctico, los cuerpos geométricos, las cuatro reglas, el sistema métrico decimal, los seres vivos regalo de Dios, la higiene sin ducharse mucho y como ser una niña bien educada. Los dibujos eran muy simplones pero fáciles de copiar.


-El ojo de Dios miraba y la señorita Felicidad no nos hablaba mucho de yugos y flechas, ella era más de Quijote, Azorín y Platero, bendita sea. Teníamos un cuaderno apaisado, mira aquí el mío, donde reflejábamos las festividades patrióticas y religiosas, con dibujos y  frases pomposas. Eran para la exposición de fin de curso: muchas banderas, cruces y santos con aureola.


Platero y yo

Mi estuche de cremallera, mira qué nueva la pintura negra y qué corta la roja y la amarilla. Y, un rinconcito, junto a la escuadra, un estuchito con el rosario de cuentas azules.

-Y mi plumier, con los lápices mordidos y las pinturas enanas. Cuando rezábamos el rosario, contaba con los dedos. El lujo era el estuche de cremallera de dos pisos y el bolígrafo de diez colores, gordísimo. Los Reyes Magos iban a su aire.



-Aquí está mi catecismo de segundo grado, con preguntas y respuestas: “¿Eres cristiano? Soy cristiano por la gracia de Dios.” Yo tenía buena memoria y me libraba de copiar no sé cuántas veces.



-Rezábamos, estudiábamos el catecismo y eso que no íbamos a las monjas. Mira, aquí está algo que odiabas: el costurero con el “tú y yo”. Me acuerdo que no acertabas a enhebrar la aguja, que siempre te salían “trampas” en el punto de cruz y la señorita Rita te mandaba deshacerlo todo.

-Con lo cual, ya no cosía, todo era tirar del hilo y esperar a que volviera Felicidad y nos pusiera, qué felicidad, con el dictado o la lectura. El delantal de labor, creía que lo tenía en mi casa.


"Tú y yo" a punto de cruz.

-En el mío he encontrado chapas de los botellines de la leche. Cuando me aburría, las aplastaba y me hacía pulseras y collares. No me faltaba imaginación.

-Los botellines vinieron después de la llamada “leche americana”. Cuando éramos parvulitas, la conserje Begoña la preparaba  en el servicio, echaba la leche en polvo a un enorme perol con agua del grifo y la calentaba en un infiernillo. Cada una llevábamos nuestra taza, la mía era de plástico y me parecía de juguete. No me hacía mucha gracia beber aquel líquido tibio llena de grumos, pero había que tomarlo o fingirlo. Supimos su procedencia mucho después, se decía que era un regalo a cambio de las bases militares.



- A mí me gustaba, le echaba un poco de Cola Cao a escondidas. Era americana, pero procedía de una ayuda de la UNICEF. Todo era obligatorio en el cole.

-¿Y qué es esto? ¡La bolsa con los bombachos de la gimnasia! Los ridículos “pololos” que nos poníamos debajo de la ropa, de tela azul mahón, con unas gomas ajustadas a la pierna, para que no se nos vieran las bragas. El bombacho y las zapatillas de lona blancas era todo el equipo, no conocíamos el chándal ni las deportivas.



-Y si te daba miedo saltar el potro, te aguantabas. Todavía me acuerdo de la cara de susto que ponías. Sólo tenían un poco de consideración con las que habían tenido “la polio” y llevaban unos armazones de hierro en las piernas. En nuestra clase había una y se gastaba mucha mala leche, pero nos aguantábamos porque estaba “malita”.

-Todavía había niños con poliomielitis, parálisis infantil, en los años sesenta. A nosotras nos vacunaron en el colegio, la vacuna era una gota  milagrosa en un terrón de azúcar. Parece que estoy viendo la gotita aquella y su color rojo brillante, toda una novedad que no nos pinchasen. ¿Qué más cosas hay por ahí?



-Por aquí están los “tesoros”. La goma y la soga de saltar, los cromos Maga Color, la pelota verde de los zapatos “Gorila”, los hilos plásticos para trenzar llaveros, los cuentos troquelados, los cuentos “pulga”, los tebeos de hadas para niñas y los del Capitán Trueno para niños, los recortables, las calcamonías, las postales con rosas perfumadas para el día de la madre, los chicles “Bazooka” siempre en la boca. Y al patio, a jugar al corro con la “chata Berenguela” que “se pinta los colores con gasolina” o con la “jardinera” que entró "en el jardín del amor” o “el patio de mi casa” que “es particular” y “cuando llueve se moja como los demás”.



-Y al escondite, y a pillar, y a la tanga. La campana del recreo era la mejor música. Mira por aquí alguien ha dejado un monedero: duros, pesetas, dos reales, céntimos y perras gordas. Vamos a echarlas al  negrito del Domund, por la ranura que tiene en la cabeza, o al chinito de la señorita Marina. Había que echar una monedita para que se salvaran del infierno.

-Y si Dios era tan bueno ¿cómo iba a mandar a niños inocentes al infierno?



-Eso también me lo preguntaba yo, Mari Carmen. ¡Eh! ¡Mari Carmen!, ¿dónde te has metido? De pronto, ya no estoy en la clase de la señorita Felicidad, estoy en el vestíbulo con la gente que va a votar. Y a mi lado, un guardia de seguridad me pregunta: “señora ¿qué le pasa?”. Eso me pregunto yo.



Cumplí mi obligación del voto y busqué a Mari Carmen. Me fui a casa pensativa. Leí un poco más a Azorín, el pequeño filósofo:

«Casi todos los colegiales teníamos nuestras arquillas. ¿Qué encerraba yo en la mía? Ya no lo recuerdo; acaso un álbum de calcomanías, un lápiz rojo, un espejico de bolsillo, un membrillo, que yo voy partiendo poco a poco y comiéndomelo; un libro pequeño con las tapas pajizas, que yo leo a escondidas con avidez...Las arquillas eran unas cajas de madera, cerradas, con un asidero en la tapa…»

Me puse a escribir: “Las cosas tienen vida propia”.

María Ángeles Merino (ejercicio de escritura)


Ver también http://aranitacampena.blogspot.com/2012/11/el-placer-de-la-lectura-primeras.html

(Palabras en rojo tomadas directamente de  Las confesiones de un pequeño filósofo, Azorín, Narrativa Austral, edición de José María Martínez Cachero, 2014.) 

jueves, 7 de noviembre de 2019

Las confesiones de una cernedora de recuerdos (2)

Luisa García Solano, mi abuela cordobesa (1920)

Las confesiones de una cernedora de recuerdos (2). 
(De la lectura de Azorín a mis recuerdos)

-La magia de la letra impresa  me lleva contigo, niño Azorín, metidos en un ancho cuarto de tu casa. Venga, hazme sitio, nos sentamos aquí, calladitos, "sobre un arcaz de pino", mirando como tu madre va colocando con delicadeza  la ropa blanca, guiada por los precisos carteles de la estantería. Esperamos el momento de quedarnos solos y jugar a los disfraces.

No lo dude, le venía de madre, escritor Azorín. El afán de limpieza, el recato y la aplicación de doña Luisa llegó a trascender a su prosa. Ante el orden de sábanas, almohadas y cubiertas, el exquisito esmero en  las palabras fue la impronta educativa materna, la de una minuciosa mujer que “llevaba en varios cuadernitos la apuntación de todo lo notable que pasaba en la familia. Alegrías, tristezas, viajes, compras, comidas extraordinarias; todo lo iba escribiendo mi madre con su letra grande y fina”. Sí, doña Luisa Ruiz, madre de nueve hijos, escribía y, tal vez, encerrada en su redil doméstico, tuvo el sueño imposible de ser escritora.



Mira, “silbantillo”, tu madre remueve los rimeros y espanta las polillas, saca del arca su mantilla nupcial y  “una vaga tristeza” vela “sus hermosos ojos anchos y azules”. Guardarás, dentro de ti,  la estela de esa “vieja tristeza” que borra la sonrisa luminosa de tu madre. Los niños no olvidamos las sombras que acompañan a los que nos quieren, nos las quedamos, son nuestras. 


Confesiones de un pequeño filósofo de Azorín. 

Ahora, acompáñame a otro tiempo, cuando eras un enjuto anciano que sólo salía para iral cine. ¿Sabes? Mi abuela se llamaba Luisa, como tu madre, yo la recuerdo algo gruesa y con el pelo blanco, la cara lavada y el encanto de su sonrisa.


Mi abuela Luisa García Solano como yo la conocí, en los años setenta.

Suena la antigua sintonía de Radio Nacional, en una radio con aguja que navega por  las ciudades del mundo. Yo me veo, de niña que empieza a ser adulta, sentada frente a una mesa de cocina con hule de colores desvaídos, calladita, mirando como mi abuela va vertiendo  el  gota a gota del aceite de oliva sobre yemas de huevo, en un mortero  amarillo. La cucharita primero cicatera, después generosa, va obrando la magia de la mahonesa. Y me va contando, también gota a gota, la melancolía por su lejana Córdoba, mientras las eses me acarician: “aseite”, ”asúcar”, “corasón”.  Siento el mucho calor ante las casas tan blancas, me refresco en los patios cuajados de flores, luego la Mezquita, el Potro, las Tendillas, los Faroles…yo la recorría en mi misma ciudad castellana, la de la Catedral y el mucho frío.


Mezquita de Córdoba

-¿Y cuándo eras pequeña lo pasabas bien?

-Mis padres tenían una tienda de telas, muy grande. Iba con mis hermanas al colegio de doña Pura, era la primera de la clase y lo pasaba muy bien; pero mi madre se murió de una hemorragia cuando acababa de dar a luz. Yo tenía solo siete años y me crié sin madre, la Juana nos cuidaba y, para la recién nacida, buscaron una chiva.

-¿Por qué no estudiaste una carrera con lo que te gustan los libros?

-Mi padre no me dejó, decía que era rica y no necesitaba estudiar. Ya ves tú, las pobres tampoco. Me tenía preparado un marido ingeniero.

-¿Y cómo conociste al abuelo Antonio?

-Tu abuelo escribía en una revista que publicaban en Córdoba. Yo no lo conocía pero me enamoré de sus escritos. Lo conocí después, en una fiesta. Entonces no había tanto jaleo de chicos y chicas, no salíamos solas nunca. Las fiestas eran nuestra oportunidad. Con lo guapo que era y lo que me gustaba leerle…me enamoré y hasta ahora. Fuimos novios cinco años, mi padre no quería que me casara con él porque era pobre, huérfano de militar, maestro...y no le caía bien. Nos hablábamos por el balcón, me empeñé en casarme con él y mi padre me desheredó. Sólo me dejó hacerme un buen ajuar y la “legítima” de mi madre.


Luisa se enamoró de Antonio y esta fue su nueva familia (1920).

Me fui con tu abuelo, fueron naciendo mis ocho hijos. El sueldo de maestro era muy poco  y mi dinero sirvió para que aprobara unas oposiciones  mejor pagadas; pero cambiábamos de destino, todos con todo al tren  y a buscar casa: Córdoba, Huelva, Torre del Mar, Ciudad Real, León, Granada, Algeciras, Antequera… Salimos adelante, cuando salía de la oficina todavía tenía muchas clases particulares que dar, en casa. Cuando podía, yo también escuchaba las clases, en silencio, con alguna labor en la mano.

-¿Y leías?

-Sí, y guardaba el libro en el cesto de la plancha. Me hubiera gustado ser escritora como la Pardo Bazán, la de sus primeros libros que luego se volvió una vieja verde.

-¿Ocho hijos?

-Sí, ya sabes que se me murieron dos niñas: Luisita la mayor y Luisita la pequeña. Entonces se morían muchos niños, yo me enfadaba mucho cuando oía eso de “angelitos al cielo”. No hay dolor comparable.


Luisita la mayor

-¿Y la guerra?

-Veinte días antes de comenzar la guerra, salimos de Antequera. Un día o dos antes de que nos fuéramos, nos visitó el hermano de tu abuelo, Francisco Moya Escribano, que era militar y que, muy poco después, sería fusilado por los nacionales, en Málaga. Recuerdo sus palabras: "Antonio, si te vas a marchar, vete mañana mejor que pasado, porque se va a armar una muy gorda, no me preguntes más". Nos fuimos a Alcalá de Henares y allí pasamos la guerra, tu abuelo tenía su trabajo en la Universidad y vivíamos en el mismo edificio.

Teníamos bombardeos a todas horas, cuando les daba la gana, claro. Es muy duro, todo lo que se diga es poco. En los refugios, los niños se impacientaban. Tu tía Carmela chillaba y Diego quería salir. Pepe solía portarse bien. Antonio, el mayor, cuidaba de todos. María Ángeles, tu madre, se aburría y se marchaba sin que yo me diera cuenta. Aurora era chiquitita y se hinchaba a dormir en mis brazos, mamaba y no lloraba. Nos acostumbrábamos, qué remedio.


Mi madre señala donde pasó la guerra civil

-¿Pasasteis hambre?

 Había muy poca comida, la que daban para el mes en la cartilla, donde iban quitando días de un cartón o lo tachaban. Teníamos que hacer muchas colas. Tu abuelo daba clases de Bachillerato a los de una finca que tenían vacas, corderos, verdura y de todo. Le pagaban con alimentos, la mejor paga entonces. Tu tío Antonio preparó un palomar en una torreta del patio principal y criaba palomas con trigo que respigaba. Yo criaba gallinas en otro patio. Comíamos poco pero comíamos.

-¿Y cuándo acabó la guerra?

-La posguerra fue peor, ahí sí que pasamos hambre. De Alcalá de Henares pasamos a Palencia y después a Burgos. Nunca volví a Andalucía, a mi Córdoba. Ahora tengo nietos burgaleses, palentinos y vascos, todos están en mi “corasón”.  Acaba de nacer el pequeñito, en Bilbao.

-Mi abuela murió pronto, creo que yo andaba por los catorce o quince años. Nunca volvió a su querida tierra, está enterrada, junto a mi abuelo, en el gélido cementerio de Burgos. Los niños no olvidamos las sombras que acompañan a los que nos quieren, nos las quedamos, las hacemos nuestras. Un día, más de cuarenta años después, en la estación de tren de Córdoba, al bajar del AVE, ese tren tan cómodo que mi abuela no conoció, lloré por las viejas tristezas de Luisa García Solano, las que nublaban su luminosa sonrisa.

Abuela, ayer nació Olivia, tu tataranieta, en Andalucía.



Olivia, andaluza, mi sobrina nieta más pequeñita.

La lectura de Las confesiones de un pequeño filósofo de José Martínez Ruiz, Azorín, me han ayudado a escribir esto que hacía tanto tiempo que deseaba escribir. Gracias, “silbantillo”.

María Ángeles Merino Moya

(Palabras en rojo tomadas directamente de  Las confesiones de un pequeño filósofo, Azorín, Narrativa Austral, edición de José María Martínez Cachero, 2014.)