La cernedora de
recuerdos (3)
"Las cosas tienen
vida propia".
El pasado domingo, 10 de noviembre de
2019, es bien conocido que se celebraron elecciones generales y, cómo no,
cumplí con el deber ciudadano que, por circunstancias que no vienen a cuento,
lleva camino de convertirse en rutina. Acudí al colegio electoral que me
corresponde, el CEIP Río Arlanzón, el antes llamado Generalísimo Franco, mi
viejo cole de la infancia, casualidad que me permite votar y recordar. Y,
aunque lo haya visitado muchas veces después de mi último curso allí, no dejo
de sentir extrañeza: qué pequeñito es todo, qué grande me parecía de niña.
Ya lo sabéis: me declaro “cernedora
de recuerdos” y me gusta tamizar pequeñas porciones de vida, luces en la niebla
de la memoria que aprisiono en el papel para que no se pierdan; porque vivo esa
edad en que los flashes del pasado me sorprenden. Y, además, acabo de leer y
releer Las confesiones de un pequeño
filósofo, donde Azorín rememora y nos abre el apetito de rememorar.
El escritor no pudo resistir el deseo
de visitar el colegio de su niñez, aunque una voz interior se lo desaconsejase:
«No entres en esos claustros…vas a
destruirte una ilusión consoladora. Los sitios en que se deslizaron nuestros
primeros años no se deben volver a ver; así conservamos engrandecidos los
recuerdos de cosas que en la realidad son insignificantes».
Pero no atendió “esta instigación
interna” e “insensiblemente” se encontró en la puerta del colegio y subió
“lentamente las viejas escaleras”. Todo estaba en silencio, se oía “el coro
monótono, plañidero, de la escuela de los niños”. Después oyó una campana, vio
cruzar “una larga fila de colegiales” y se estremeció porque tuvo un instante
la percepción de que “todo es uno y lo mismo” y era él “en persona que tornaba
a vivir en estos claustros”.
No, el domingo entré en el mi antiguo
colegio, ya sin riesgo de destruir ilusiones ni de empequeñecer recuerdos
porque, aunque salí de allí a los once años, hube de volver a los diecinueve,
en 1976, cuando todavía era Generalísimo, para realizar mis prácticas de los
estudios de Magisterio. Recuerdo mi sorpresa ante el amplio vestíbulo, encogido
como por arte de magia, y ante un espejismo similar al del “pequeño
filósofo”: que era yo que volvía a la fila de colegialas de bata blanca.
Una vez dentro, lo de siempre: coger
la papeleta blanca y la de color salmón, los sobres correspondientes, el DNI y
a la mesa. En el vestíbulo montaban guardia los interventores con sus
tarjetones, ya iba a ponerme a la cola cuando oí mi nombre.
-¡María Ángeles Merino!
-¿Quién eres?
-¿No te acuerdas de mí? Soy Mari
Carmen P…, de tu clase, aquí en el Grupo.
-¡Sí! ¡Cuánto tiempo! Desde cuando
estábamos con la señorita Felicidad.
-¿Qué te parece si subimos por la
escalera y fisgamos un poco? ¿No te hace ilusión?
-Pero, Mari Carmen, nos van a echar
el alto.
Dicho y hecho, me vi de la mano de
Mari Carmen en un aula del primer piso. Nada que ver con la clase de la
señorita Felicidad: colores vivos, personajes de dibujos animados, palabras en
inglés, pupitres movibles, pizarra electrónica, estanterías y botes desbordados,
ordenadores “zapaterines”, lo normal en una clase de ahora. De pronto, Mari
Carmen descubrió algo que le llamó la atención, era una puerta gris con un
calendario de 1967. Muy decidida, me empuja y exclama:
-¡El túnel del tiempo! ¡Mira, esta sí es una clase de las nuestras!
La clase comenzaba siempre con rezos,
el crucifijo en medio y los retratos de Franco y de José Antonio a los lados,
como si de santos se tratara. Y la mesa de la maestra encima de la tarima, el
puesto de vigía. Los pupitres dobles e inamovibles, mal lo teníamos si nos
enfadábamos con la "compa". A final de curso, lijábamos y
encerábamos su madera vieja y nos parecía divertido.
-Como decía el gitano Melquíades, en Macondo: “Las cosas tienen
vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima”. Vamos a dar vida a
objetos escolares desconocidos para niños de enormes mochilas y deportivas
fluorescentes. Mira, las niñas han dejado aquí sus batas con las chalinas
y los cuellos postizos.
Las batas blancas, el esfuerzo de nuestras
madres, sin lavadoras ni tambores de Colón. No todo era blancura, te acordarás
de Milagritos que se ponía guarrísima y, en su casa, la castigaron con
una coletilla en la carta a los Reyes Magos que leyeron en Radio Castilla:
“Milagritos lleva la bata hecha un asquito”. Entonces nada nos creaba traumas,
no nos mandaban al psicólogo.
-Yo me acuerdo de Belén que todos los
días se levantaba la bata para que la viéramos bien el modelito que llevaba
debajo, era una chula, decíamos. Había niñas que, por el contrario, procuraban
ocultar vestidos viejos y recosidos. Recuerdo que algunas no tenían abrigo.
¿Y las chalinas azules de lunares
blancos? Acababan mal paradas después alguna batalla en el patio y nos reñían
por conducta "poco femenina”. A mí me llamabais chicazo porque llevaba el
pelo corto.
-Y a mí porque llevaba unos pantalones
que mi madre encargó a la sastra "para no coger frío". A las maestras
tampoco les hacía gracia, las mujeres con faldas, por Dios. Otra cosa que no
toleraban era el pelo suelto, yo eso sí, muy femenina, con cola
de caballo y lazo. ¿Y el horroroso cuello de plástico rígido? Agobiaba pero
estábamos acostumbradas, hoy dirían tortura infantil.
-Vamos a sentarnos en nuestros
pupitres. Nos colocaban aritméticamente, por puestos, según las notas, en tres
filas: la de las listas, la de las medianas y la de las tontas. Para coger un
complejo y no soltarlo en toda la vida. Yo estaba aquí y tú ahí, me acuerdo. Eras
más aplicada que yo y en tu casa te ayudaban más. No me quejo, peor lo tenían
las últimas de la tercera fila, se portaban mal y recibían tortas a diario.
-Sí, como Teresina que no atendía a nada, se aburría y claro “hacía el tonto”.
Teresina, al pasillo o al rincón. Ahora recibiría atención psicopedagógica y clases de apoyo, tal vez la diagnosticarían
como TDH y a pastillazo limpio. El niño que no seguía la clase era tonto o vago
o desobediente, ya sabes el tratamiento.
-Vamos a abrir nuestras carteras.
Mira, mi enciclopedia escolar, el libro que lo traía todo: el ojo de Dios en un
triángulo, los Reyes Católicos, Franco, la bola del mundo, el análisis
morfológico y sintáctico, los cuerpos geométricos, las cuatro reglas, el
sistema métrico decimal, los seres vivos regalo de Dios, la higiene sin
ducharse mucho y como ser una niña bien educada. Los dibujos eran muy
simplones pero fáciles de copiar.
-El ojo de Dios miraba y la señorita
Felicidad no nos hablaba mucho de yugos y flechas, ella era más de Quijote,
Azorín y Platero, bendita sea. Teníamos un cuaderno apaisado, mira aquí el mío,
donde reflejábamos las festividades patrióticas y religiosas, con dibujos
y frases pomposas. Eran para la exposición
de fin de curso: muchas banderas, cruces y santos con aureola.
Platero y yo
Mi estuche de cremallera, mira qué
nueva la pintura negra y qué corta la roja y la amarilla. Y, un rinconcito,
junto a la escuadra, un estuchito con el rosario de cuentas azules.
-Y mi plumier, con los lápices
mordidos y las pinturas enanas. Cuando rezábamos el rosario, contaba con los
dedos. El lujo era el estuche de cremallera de dos pisos y el bolígrafo de diez
colores, gordísimo. Los Reyes Magos iban a su aire.
-Aquí está mi catecismo de segundo
grado, con preguntas y respuestas: “¿Eres cristiano? Soy cristiano por la
gracia de Dios.” Yo tenía buena memoria y me libraba de copiar no sé cuántas
veces.
-Rezábamos, estudiábamos el catecismo
y eso que no íbamos a las monjas. Mira, aquí está algo que odiabas: el
costurero con el “tú y yo”. Me acuerdo que no acertabas a enhebrar la aguja,
que siempre te salían “trampas” en el punto de cruz y la señorita Rita te
mandaba deshacerlo todo.
-Con lo cual, ya no cosía, todo era
tirar del hilo y esperar a que volviera Felicidad y nos pusiera, qué felicidad,
con el dictado o la lectura. El delantal de labor, creía que lo tenía en mi
casa.
"Tú y yo" a punto de cruz.
-En el mío he encontrado chapas de
los botellines de la leche. Cuando me aburría, las aplastaba y me hacía
pulseras y collares. No me faltaba imaginación.
-Los botellines vinieron después de
la llamada “leche americana”. Cuando éramos parvulitas, la conserje Begoña la
preparaba en el servicio, echaba la
leche en polvo a un enorme perol con agua del grifo y la calentaba en un
infiernillo. Cada una llevábamos nuestra taza, la mía era de plástico y me parecía
de juguete. No me hacía mucha gracia beber aquel líquido tibio llena de grumos,
pero había que tomarlo o fingirlo. Supimos su procedencia mucho después, se decía
que era un regalo a cambio de las bases militares.
- A mí me gustaba, le echaba un poco
de Cola Cao a escondidas. Era americana, pero procedía de una ayuda de la
UNICEF. Todo era obligatorio en el cole.
-¿Y qué es esto? ¡La bolsa con los
bombachos de la gimnasia! Los ridículos “pololos” que nos poníamos debajo de la
ropa, de tela azul mahón, con unas gomas ajustadas a la pierna, para que no se
nos vieran las bragas. El bombacho y las zapatillas de lona blancas era todo el
equipo, no conocíamos el chándal ni las deportivas.
-Y si te daba miedo saltar el potro,
te aguantabas. Todavía me acuerdo de la cara de susto que ponías. Sólo tenían
un poco de consideración con las que habían tenido “la polio” y llevaban unos
armazones de hierro en las piernas. En nuestra clase había una y se gastaba mucha
mala leche, pero nos aguantábamos porque estaba “malita”.
-Todavía había niños con poliomielitis,
parálisis infantil, en los años sesenta. A nosotras nos vacunaron en el colegio,
la vacuna era una gota milagrosa en un
terrón de azúcar. Parece que estoy viendo la gotita aquella y su color rojo
brillante, toda una novedad que no nos pinchasen. ¿Qué más cosas hay por ahí?
-Por aquí están los “tesoros”. La
goma y la soga de saltar, los cromos Maga Color, la pelota verde de los zapatos
“Gorila”, los hilos plásticos para trenzar llaveros, los cuentos troquelados,
los cuentos “pulga”, los tebeos de hadas para niñas y los del Capitán Trueno
para niños, los recortables, las calcamonías, las postales con rosas perfumadas
para el día de la madre, los chicles “Bazooka” siempre en la boca. Y al patio, a
jugar al corro con la “chata Berenguela” que “se pinta los colores con gasolina”
o con la “jardinera” que entró "en el jardín del amor” o “el patio de mi casa”
que “es particular” y “cuando llueve se moja como los demás”.
-Y al escondite, y a pillar, y a la
tanga. La campana del recreo era la mejor música. Mira por aquí alguien ha
dejado un monedero: duros, pesetas, dos reales, céntimos y perras gordas. Vamos
a echarlas al negrito del Domund, por la
ranura que tiene en la cabeza, o al chinito de la señorita Marina. Había que
echar una monedita para que se salvaran del infierno.
-Eso también me lo preguntaba yo,
Mari Carmen. ¡Eh! ¡Mari Carmen!, ¿dónde te has metido? De pronto, ya no estoy en
la clase de la señorita Felicidad, estoy en el vestíbulo con la gente que va a
votar. Y a mi lado, un guardia de seguridad me pregunta: “señora ¿qué le pasa?”.
Eso me pregunto yo.
Cumplí mi obligación del voto y busqué
a Mari Carmen. Me fui a casa pensativa. Leí un poco más a Azorín, el pequeño
filósofo:
«Casi todos los colegiales teníamos
nuestras arquillas. ¿Qué encerraba yo en la mía? Ya no lo recuerdo; acaso un
álbum de calcomanías, un lápiz rojo, un espejico de bolsillo, un membrillo, que
yo voy partiendo poco a poco y comiéndomelo; un libro pequeño con las tapas
pajizas, que yo leo a escondidas con avidez...Las arquillas eran unas cajas de
madera, cerradas, con un asidero en la tapa…»
Me puse a escribir: “Las cosas tienen
vida propia”.
Ver también http://aranitacampena.blogspot.com/2012/11/el-placer-de-la-lectura-primeras.html
(Palabras en rojo tomadas directamente de Las confesiones de un pequeño filósofo, Azorín, Narrativa Austral, edición de José María Martínez Cachero, 2014.)