jueves, 24 de octubre de 2019

Las confesiones de una cazadora de historias



La cazadora de historias (con ayuda de Azorín)

Es la tarde de un jueves que cierra una semana de calamidades domésticas. Son cerca de las siete y descubro una E burlona, junto a los mandos del lavavajillas. Ni agua ni detergente y muestra con descaro los platos secos y sucios. Ahí te quedas, majo, que  yo me voy. Decido que es un buen momento para apresar historias urbanas burgalesas, con bolígrafo y libreta. Si no las hay, o no se dejan,  al menos habré andado los diez mil pasos y las nosecuantas calorías. Un libro por si me aburro, venga a la bolsa, zapatillas y en marcha. Salgo, en busca del hilo tejedor.

Es la calle Ana María Lopidana. La larga cola junto al Auditorio, la vecina me dice que es para un concierto de música militar, pues pasado mañana es 12 de octubre. El  anciano del sombrerito tirolés tararea bajito: “como el vino de Jerez y el vinillo de Rioja”.  Las señoras del pelo cardado ríen divertidas.

 Es la Plaza de España. El hombre de gorrita ridícula de franjas rojas y verdes, no sé qué pinta junto a los niños y los papás del centro de inglés.  La mujer del enorme floripondio en el pelo espera el autobús, junto al hombre con cara de pocos amigos. Las tres mujeres sentadas bajo la marquesina, las de los lados obvian a la de en medio que mastica  su  misterio doloroso: “yo tenía nueve años cuando se murió mi madre”.

Es la calle Santander. Leo “Defendamos el Centro Social Recuperado”. Los que sujetan la pancarta corean “Así, ni un paso atrás, contra el desalojo, lucha popular”. Y los destinatarios invisibles, un foro de banqueros y empresarios, están reunidos en las profundidades del palacio donde Felipe el Hermoso perdió la última jugada contra su taimado y católico suegro. Uno pregunta de qué va esto, otro encoge los hombros. El del altavoz informa de maniobras especulativas, operaciones de blanqueo, directivos corruptos y tarjetas black. Acostumbrados a esa lluvia de palabras, muy pocos se paran a escuchar. La gente entra, busca entre los trapos y sale parapetada por bolsas de papel. 


Calle Santander (Burgos), el 10 de octubre poco después de las siete de la tarde.

De vez en cuando alguien deja caer una moneda en el plato de la oronda perra Luna que duerme plácidamente y el mendigo rumano sonríe. Una señora me cuenta que la perrita se comió unas hierbas del río y se puso muy malita y hubo que operarla y la operación costó trescientos euros y la gente colaboró para pagar al veterinario, figúrese usted trescientos euros para quien se gana la vida pidiendo limosna.


Junto a esta tienda podéis ver habitualmente a la perra Luna.

Al llegar a los Portales de Antón, ya no veo ni escucho. La varita mágica del hada Creativa podría concederme la gracia del hilo conductor, pero me ha abandonado. En su lugar, el hada Prosaica no cesa con su aguijón: para qué pierdes el tiempo en embriones de historias inconexas, no escribas disparates que solo son fruto de tu imaginación, vamos que ya eres mayorcita. Yo la replico: sí, hada Prosaica, figúrate que “va el hombre de la gorrita roja y verde y dice a los de la pancarta que la perra Luna mordió a un banquero porque quiso darle una limosna pagando con su tarjeta black”. ¿No quería usted un disparate? ¡En fin! Guardo el bolígrafo y la libreta en la bolsa, concluyo que la única conexión clara de mis apuntes es: “cada uno va a su bola”. Sigo mi paseo y cruzo hacia el Espolón. 

Han instalado una caseta amarilla, al principio del paseo. Una voluntaria de Amycos me vende unapapeleta  de tres euros para la carrera solidaria de patitos de goma, en el río Arlanzón.  La recaudación es para mantener el comedor social San Vicente de Paúl. La mujer que me la vende me habla con entusiasmo de de la Casa de Acogida,  el único sitio abierto por las mañanas para los que duermen en los cajeros automáticos, allí les dan calor y cartas y televisión y  talleres. Le cuento que cuando daba clases en el centro de adultos tenía alumnos que pasaban demasiadas horas en la biblioteca y se marchaban de clase disparados cuando llegaba la hora de la cena de Cáritas. La voluntaria me anima a ser voluntaria, le advierto que  no soy una persona religiosa y ella me dice: “bueno, nosotros lo hacemos por algo”.  Me despido de ella y sigo andando Espolón arriba.


Mis apuntes y el patito 3190.

 No quiero andar más, el libro que llevo en mi bolsa me está pidiendo una relectura. Entro en la cafetería Ibáñez, está libre el rinconcito del fondo, tomaré un café o un té con leche. Abro Confesiones de un pequeño filósofo de Azorín, ajena a la marea de conversaciones que sube de tono a medida que sirven los chocolates y los churros. Leo en “Yecla”:

"Y esta tristeza, a través de siglos y siglos, en un pueblo pobre, en que los inviernos son crueles, en que apenas se come, en que las casas son desabrigadas, ha ido formando como un sedimento milenario, como un recio ambiente de dolor, de resignación, de mudo e impasible renunciamiento a las luchas vibrantes de la vida. "

Entro en la casa del bisabuelo de Azorín. Las viejas con rosario y los vecinos pobres, que deben ser casi todos, entran sin avisar, para calentarse en la cocina. Entro en la del tío Antonio, donde una vieja “arrugada y pajiza”, se asoma a la entrada y reza “por todos los difuntos de la casa”, a cambio de “una limosnica, por el amor de Dios”. Nadie sale y la pobre vieja se queda sola con sus “Ay, Señor” y los “Cu-cú” del “pequeño monstruo” del reloj.

La frontera entre los ricos y de los pobres la marca el calor y el alimento, entonces y ahora. Tristeza de siglos, sí, maestro Azorín. Resignación también.

"Cuando ya sentados en la mesa, llegaba el momento en que sacaban el cocido, yo veía que esta era la más íntima e intensa satisfacción de mi tío Antonio… Y luego, su sensualidad consistía (además de oír la música  de Rossini) en devorar beatamente los garbanzos, la carne grasa, las patatas redonduelas y nuevas. Y yo lo veo, con su cara redonda y su papada, cómo rosiga y sorbe los huesos, como los golpea contra el plato para que suelten la blanda médula.”



El servilletero contiene un mensaje: Mi playa ideal está llena de palmeras de ¡¡chocolate!!”.  Y voy yo y cedo a la tentación, ni café ni té, un chocolate. Unos churros serían demasiado, un croissant será suficiente. "¡Qué bien vas a merendar!" me dice sonriente la camarera.



El chocolate me saca del comedor del tío Antonio. Adriana, una niña de unos siete años, con un  lazo enorme, va a celebrar desganada su cumpleaños. La mamá busca sitio, juntan dos mesas y me dejan cercada por su conversación. Va a venir el abuelo. Mira, una muñequita con alas de mariposa dentro de una burbujita, la luz cambia de color. Trae el bolso de la abuelita, mi vida, saca eso y ábrelo, es un puzzle muy  bonito. La camarera ve la cara de disgusto de la niña y colabora: "felicidades mi chiquitina, luego te voy a dar algo". Llega el abuelo. Cinco chocolates, seis churros por ración. Adriana no lo prueba y, aburrida, pulsa una y otra vez  el botón de la luz del juguete. "Se ha muerto el padre de Charo, un amigo nuestro del pueblo". Mira qué bonito, tiene siete colores.



La camarera me señala divertida: "tienes una mancha aquí". El chocolate ha dejado su huella delatora. Miro el reloj,  se acabó el cazar historias por hoy. Me quedo sin saber qué le pasa a Adriana. Estoy tentada de contarle que al niño Azorín, en su colegio, lo levantaban a las cinco de la mañana y si tardaba un poco se quedaba sin chocolate. Después, “poníamos la cabeza bajo la espita y nos corría la helada agua por la tibia epidermis con una agridulce sensación de bienestar y desagrado”.

Ando lo desandado pero ya no hay ni rastro de mis historias cazadas. El papel es paciente, el ordenador también, y tal vez la varita mágica del hada Creativa me ayude, en otra ocasión, a tejer más hilos conductores.

 Me espera la E, de error, del lavavajillas. Ya no me importa. La literatura ayuda a vivir.

María Ángeles Merino Moya

(Historias reales atrapadas el día 10 de octubre, de siete a nueve de la tarde, en Burgos)

(Palabras en rojo tomadas directamente de  "Las confesiones de un pequeño filósofo", Azorín, Narrativa Austral, edición de José María Martínez Cachero, 2014.) 

Pinchad aquí.



5 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Las historias de la vida en la calle atrapadas para siempre por la escritura. ¿Cómo se habrán resuelto?

La seña Carmen dijo...

¡Anda qué chulada! A mí se me ocurren historias según voy en el metro, observando a la gente, pero luego tal como las pergeño se me olvidan.

Myriam dijo...

¡Qué bien que lo resolviste "ahí te quedas, majo"!
y a pasear jajajajaja

Ya habrá tiempo para solucionar esos percances de la vida cotidiana.
Muy divertido tu texto.

Besos

Abejita de la Vega dijo...

Pedro Ojeda: Eso me pregunto yo. Y había muchas más. Nunca pensé que me iba a encontrar con tanto. Besos.

La seña Carmen: En el metro tienen que salir muchísimas, con papel y boli quedan cazadas. Apergeñar historias. Besos.

Myriam: lo de majo es muy de Burgos. El paseo es muy terapéutico, tiempo hay,como dices. Besos.

Ele Bergón dijo...

Pues sí, han quedado muy bien atrapadas esas historias que normalmente se las lleva el aire.

Me gusta como las vas describiendo y escrbiendo basándote en el maestro Azorín.
Besos