miércoles, 30 de diciembre de 2015

"Los Pazos de Ulloa": "la casa de Ulloa...enmarañada y desangrada, era lo que presumía Julián: una ruina"


Comentario a los capítulos cuarto y quinto de "Los Pazos de Ulloa", de Emilia Pardo Bazán. Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

Os saludo a todos los que pasáis por aquí, en un 30 de diciembre, a punto de acabar este 2015. Recordáis de la entrada anterior que, de perspectiva a perspectiva, cometí una travesura literaria y de la tercera pasé a la primera persona porque...me resultaba más cómoda. Siguiendo al narrador sabelotodo, me perdonará doña Emilia, me inventé un cuentecillo:

Érase una vez una vieja carpeta, encontrada en una vieja casona de Santiago de Compostela. Estaba en un cajoncillo oculto en un viejo bargueño y encontrola, por casualidad, un peregrino alojado en la casona, convertida en albergue. Contenía unas cartas que Julián Alvárez envió a su madre, poco después de su llegada a los pazos. Ya sabéis, misia Rosario, ama de llaves de los de la Lage, personaje apenas esbozado por doña Emilia. Entregómelas el peregrino para que se las custodiase, pronto volvería a por ellas. Me había conocido leyendo "Los Pazos de Ulloa", junto a las tapias del Paseo del Parral, un lugar que ve pasar a muchos que van camino de Compostela. Le parecí persona de confianza, que no esperaba encontrar una lectora de la Pardo Bazán por estas castellanas tierras. Y colorín colorado.

Aquí tenéis la tercera carta de Julián a su madre.

Mi queridísima madre:

Comienzo esta carta deseando, de todo corazón, que al recibo de la presente se encuentre usted bien de salud. Su hijo de usted, el que esto escribe, hállase sano de cuerpo y alma, gracias sean dadas a Dios y a la Santísima Virgen.

Le contaba a usted que el señorito don Pedro dejome bregar solo con los documentos, que unos polvorientos legajos no tienen nada que hacer ante un bando de codornices entretenidas en comerse la espiga madura.



Limpio, sacudo, aliso y pego papelitos para juntar trozos rotos. Paréceme que pongo en orden la misma casa de Ulloa,  que saldrá de mi mano hecha una plata,  ya ve qué iluso su hijo. La tarea no es nada fácil, me disgusta mancharme y me sofoca la mohosa humedad. 

El diente del ratón ha desmenuzado muchos papeles y las polillas, "polvo organizado y volante", se meten por entre mi sotana. Las correderas salen furiosas de sus escondites y yo he de  vencer la repugnancia que me produce el despachurrarlas con los tacones, tapándome los oídos para no oír el ¡chac! de sus cuerpos. Sí, madre, las cucarachas. También las arañas, pero afortunadamente son  más listas y se refugian prontísimamente. 




Pero el bicho más asqueroso es una especie de gusano de humedad, frío y negro, que encuentro hecho una rosca debajo de los papeles. 


Al fin, a fuerza de paciencia, triunfo sobre las alimañas y, en los estantes, se alinean ya los documentos que ahora ocupan la mitad. Aparto las ejecutorias con sus plomos colgando y las envuelvo en paños limpios. 



A continuación, me pongo con los libros antiguos, la biblioteca de un Ulloa de principios de siglo. Cojo un tomo al azar: La Henriadade ¡el señor de Voltaire! Ya conoce usted, madre, lo que me disgusta ese gabacho, de buena gana lo despachurraría como a las cucarachas. Dejo el tomo en su sitio y mi condena consiste en no pasar un mal paño por el lomo de los libros. Polillas, gusanos y arañas encontrarán refugio a la sombra de Voltaire y de su enemigo el sentimental Juan Jacobo.


Wikipedia

Doy por terminada la limpieza material del archivo, mas queda pendiente la verdadera obra de romanos: la clasificación. ¡Aquí te quiero ver! parecen decirme los papelotes cuando intento separarlos. No hay faro que me guíe por el piélago insondable, me encuentro en un laberinto sin hilo conductor. 



Sólo dos cuadernos mugrientos donde mi antecesor, el abad de Ulloa, apuntaba los nombres de los pagadores y arrendatarios de la casa. Al margen, con un signo ininteligible o con palabras enigmáticas, el balance de sus pagos. Una cruz, un garabato, una llamada y, los menos, lo más claro: no paga, pagará, va pagando y ya pagó. A saber lo que significan las cruces y los garabatos. Termino con una jaqueca tremebunda y bendigo a fray Venancio que no dejó ni rastro de las cuentas. 

Me desojaba para entender la letra antigua y las rúbricas. Creía posible, al menos, separar lo correspondiente a los tres o cuatro partidos de renta con que contaba la casa. Me perdía en un dédalo de foros y subforos, prorrateos, censos...pleitillos y pleitazos. Me confundía aquella papelería trasconejada, me faltaban conocimientos. Hube de rendirme: "Señorito, yo no salgo del paso. Aquí convenía un abogado, una persona entendida".



Díjome el marqués que hacía tiempo que él lo pensaba también. Que la documentación debía andar perdida, que era indispensable tomar mano en eso; mas, mientras hablaba, le ponía el collar de cascabeles a la perra Chula. Matar codornices era prioritario, no me engañaba su entonación vehemente y sombría. 

Aquel archivo me había producido la misma impresión que toda la casa, una ruina vasta y amenazadora, un pasado de grandeza que se desmoronaba. Ya me contó usted que don Pedro Moscoso de Cabreira y Pardo de la Lage quedó huérfano de padre muy niño aún y fue educado por su tío Gabriel, a su imagen y semejanza, llevándolo a ferias, cazatas y francachelas rústicas, enseñándole el desprecio de la humanidad y el abuso de la fuerza, "especie de señor feudal acatado en el país". 



Me contaba usted que, a no ser por su orfandad, acaso el señorito hubiera tenido carrera; que los Moscosos conservaban cierta tradición de cultura trasañeja, suficiente para empujarlo a los bancos de un aula. También de la mala administración de Fray Venancio, el exclaustrado medio tonto que puso don Gabriel, y de la obsesión de su hermana doña Micaela, la madre del señorito, por las peluconas de oro, las cuales guardaba celosamente en un escondrijo misterioso, toda una leyenda.  Y de un robo que sufrieron a mano de una gavilla de veinte hombres tiznados con carbón, los cuales la torturaron hasta que tuvo a bien levantar unas tablas debajo de un arca. ¡Desde niño me contaba madre estas historias como si de nuestra propia familia se tratara! 


Pelucona

Enmarañada y desangrada, a pesar de poseer dos o tres núcleos decentes de renta, la casa de Ulloa es una ruina. Para pagar censos atrasados e intereses la casa hubo de gravarse con una hipoteca no muy cuantiosa, pero la hipoteca es como un cáncer que acaba por inficionarlo todo. El señorito buscó las monedas de su madre; pero , o no atesoró nada después del robo, o las ocultó tan bien que ni el diablo las encontrara. 



La vista de la hipoteca me entristeció, pues yo empezaba a sentir la adhesión de un buen capellán por la casa noble a la que sirve. Pero lo que más me llenó de confusión fue encontrar "entre los papelotes la documentación relativa a un pleitecillo de partijas, sostenido por don Alberto Moscoso, padre de don Pedro, con... ¡el marqués de Ulloa!". Descubrí que los aldeanos llamaban marqués al que, en realidad, no lo era; pues el marquesado pasó en su momento a una rama colateral. Cuando un labrador se descubría ante él  y le decía "señor marqués", a don Pedro se le notaba la vanidad y contestaba al saludo con voz sonora. 

Bien sabe Dios lo que me gustaría ejercer con inteligencia mis funciones de administrador, mas no acierto. Ni las cosas rurales ni las jurídicas son mi fuerte. Me tomo el trabajo de ir a los establos, a las cuadras, de saber de cultivos, de preguntar por la granera, el horno, los hórreos, las eras...Para qué sirve esto, para qué sirve aquello. Olfateo abusos y desórdenes, no consigo poner el dedo en ellos ni remediarlos. 



Como el señorito no me acompaña, el guía es Primitivo, pesimista si los hay. Cada reforma que planteo, la califica de imposible. Nada es superfluo, todo es indispensable. Todo son dificultades, nada se puede modificar. Me alarma su omnipotencia.  Todos le obedecen, ya sean mozos, colonos, jornaleros o ganado, créalo madre. Al señorito lo tratan con respeto adulador, a mí me dirigen un saludo mitad desdeñoso, mitad indiferente; pero la sumisión hacia Primitivo no se manifiesta por fórmulas exteriores, sino por el acatamiento instantáneo a su voluntad. Basta una mirada directa y fría de sus ojuelos sin pestañas. 


Primitivo entre el cura Julián y don Pedro

Me siento humillado ante un hombre que manda como un autócrata, desde su puesto de criado con ribetes de mayordomo. Siento su mirada, avizora mis menores actos, me estudia el rostro, sin duda para averiguar mi lado vulnerable. Tal vez piensa que no hay hombre sin vicio, y yo no he de ser excepción.

Siento causarle pesar, madre, voy a procurar descubrir también el lado positivo de estos pazos de Ulloa. Corre el invierno y me habitúo a la vida campestre. El aire vivo y puro me abre el apetito. ¡La Naturaleza! 



He cambiado las efusiones de devoción por una caridad humana que me lleva a interesarme en lo que veo a mi alrededor, en especial los niños y los irracionales. En especial, me duele Perucho, el rapaz embriagado por su abuelo. Se pasa el día hundido en el estiércol de las cuadras, jugando con los becerros, mamando la leche caliente de las vacas o durmiendo entre la hierba que come la borrica. 

Determiné enseñarle el abecedario, la doctrina y los números. ¡Su hijo de maestro! Me acomodo en la mesa de la cocina, cojo al niño en mis rodillas y le voy guiando el dedo sobre el silabario, repitiendo la salmodia por donde empieza el saber: be-a bá, be-e bé, be-i bí...Perucho bosteza, hace muecas, llora, chilla como un estornino preso, se acoraza, se defiende pateando, gruñendo, escondiendo la cara, escurriéndose al menor descuido mío. Al final, se oculta en un rincón o vuelve al establo. Se porta como un animalillo, igual.


En estos días fríos, la cocina se convierte en tertulia de mujeres. Entran descalzas y pisando recelosas, con la cabeza tapada por un mandilón. Traen mucho frío, gimen de gusto al poner sus manos en el fuego. Algunas traen el huso y el copo para hilar, otras sacan unas castañas y las asan en el rescoldo. Empiezan por cuchichear bajito, acaban charloteando como cotorras. Sabel es allí la reina, recibe el incienso de las adulaciones mientras llena cuencos y más cuencos de caldo. Hambrientas, se las oye mascar, soplar y lengüetear ansiosamente. Noches hay en las que la moza no cesa de colmar tazas, mientras las mujerucas entran, comen y se marchan para dejar sitio a otras, la parroquia entera.



Al salir cogen aparte a Sabel y secretean con ella. Si quisiera vería como esconden rápidamente trozos de tocino o lacón en sus justillos y como vuelan los chorizos, a toda velocidad, hasta sus faltriqueras. Pero no quiero ver, en especial a la bruja de  las greñas de estopa, la que secretea más íntimamente. ¡Qué fealdad más imponente, madre! Las cejas canas, las cerdas de su enorme lunar, el enorme bocio que deforma su garganta...Mientras hablan, recuerdo una estampa de las tentaciones de San Antonio: una asquerosa hechicera junto a una mujer muy hermosa.

Me desagrada la tertulia y las familiaridades de Sabel que se me arrima continuamente, a pretexto de buscar algo en el cajón de la mesa. Ya ve, madre, que le cuento a usted intimidades como lo haría a mi confesor...Cuando la aldeana fija en mí los ojos azules me siento muy molesto. Un malestar sólo comparable al que me causan los ojos de hostilidad de su padre, Primitivo. Es como si yo fuera la res que desea cazar cuanto antes. 
Cuando pase el invierno y el calor de la lareira no sea ya apetecible, me refugiaré en mi cuarto y daré allí la lección a Perucho. Entonces podré también arrastrarlo hacia la palangana y quitarle la media pulgada de roña que le cubre la piel. Y el pelo,donde duermen capas y más capas de tierra y guijarros. Jabón, aceite, pomada, un batidor de gruesas púas...Se sonreirá usted ante esto que le cuento. 


Perucho de la serie televisiva

Si viera a Perucho. ¡Es pasmoso lo bonito que ha hecho Dios a este muñeco! Parece un Cupido. En cuanto a las lecciones, su desaplicación me desespera. Espero que no se ponga a jugar con la tinta y la pluma cuando toque la lección de escritura. ¡Que ya debe tener cuatro años! Y que no me revuelva el cuarto, ahora que lo tengo ordenado. Ahora no me importaría que misia Rosario lo visitara.
En cuanto a la madre de la criatura, siempre encuentra algún pretexto: retirar el servicio del chocolate, mudar la toalla...Alardea de una confianza que yo no autorizo en modo alguno. Arregla cosas que no están revueltas o se pone de pechos en la ventana, "risueña y campechanota". Mi vocación sacerdotal es firme y ni el mismo diablo disfrazado podría torcerla. (Aquí un borrón de tinta).



Interrumpí mi escritura ayer, un inoportuno borrón. El secante ha cumplido su función y sigo la carta.

Esta mañana entró Sabel con la jarra del agua para las abluciones. Venía en justillo y enaguas, "con la con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y pierna blanquísimos". Retrocedí "y la jarra tembló en su mano, vertiéndose un chorro de agua por el piso". Le dije que se cubriera, con la voz sofocada por la vergüenza. Que no era modo de presentarse. Sin alterarse me respondió que se estaba peinando y pensó que yo la llamaba. 

La reprendí severamente, que aunque la llamase no era regular venir en ese traje. Que otra vez que se estuviera peinando...me subiera el agua Cristobo o la chica del ganado, o cualquiera. Me volví de espaldas para no verla más y ella se retiraba lentamente.



Me he propuesto, madre, huir de la muchacha, aunque me parece "poco caritativo atribuir a malos fines su desaliño indecoroso". Prefiero "achacarlo a ignorancia y rudeza". Mi obligación de sacerdote es "enseñar, corregir, perdonar, no pisotear a la gente como a los bichos del archivo". Sabel tiene "un alma, redimida por la sangre de Cristo igual que otra cualquiera. Pero ¿quién reflexiona, quién se modera ante tal descaro? ". ¿Cómo puede haber mujeres así? La recuerdo a usted, madre "tan modosa, siempre con los ojos bajos y la voz almibarada y suave, con su casabe abrochado hasta la nuez, sobre el cual, para mayor recato, caía liso, sin arrugas, un pañuelito de seda negra".

 "¡Qué mujeres! ¡Qué mujeres se encuentran por el mundo!".


Le contaré en qué para todo esto. Cuento con la ayuda de Fray Luis de Granada y San Juan Crisóstomo, con sus seis libros. Y con la de Dios. 




 Reciba un abrazo de su hijo Julián Álvarez. ¿Peco acaso de ingenuo, madre?

Aquí acaba la tercera carta de Julián Álvarez a su madre, misia Rosario, desde los Pazos de Ulloa.

Un abrazo para todos los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino

¡Y Feliz Año Nuevo 2016!



6 comentarios:

Bertha dijo...

Primitivo ya le esta echando un arma arrojadiza a este casto; con su hija Sabel:para ver si lo pesca en falta.

Es una novela muy dura, pero que bien retrata esta casta de hambrones y sobre todo de brutos.

¡Feliz 2016!

Un beso

pancho dijo...

Enorme comentario, no te dejas nada en el tintero. Por un lado mejor así, Perucho no te hace tanto borrón.
La narración tan descriptiva de la batalla del archivo parece un relato épico, otra batalla de Lepanto. Parece que uno está leyendo a don Benito, je, je.
Ahí, ahí te quiero ver, con arte. Lo del borrón es un ataque de realidad, muy bueno.
Feliz año nuevo con almendros en flor por Navidad. Lo que nos quedará por ver...
Un abrazo.

Gelu dijo...

Buenas tardes, Abejita de la Vega:

Leyendo este capítulo se me ocurría pensar en el humor de Dª Emilia. Sería un disfrute haberla visto hablar coloquialmente con ‘Benitiño’.
En serio, que son para reír los comentarios del capellán Julián respecto a las mujeres. Sin duda, oportunos ante la tentación, pero que en el caso de él, ni existía. Sabel, no era su tipo.
Ay, sus engolfamientos con esas lecturas.
: )
No te has dejado nada en el tintero.

Abrazos.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Todo un símbolo del naturalismo de la novela y de la decadencia de estas tierras, en las que siempre impera lo salvaje sobre lo civilizado.
Un poco de grima al ver algunas de las ilustraciones...

Myriam dijo...

Jajaja pobre Julian entre las cucarachas, Voltaire y el Patriarca de Constantinopla que le adjudicarse!!!!

Besos!!!

Myriam dijo...

Digo, que le adjudicaste,
(el bobofón me cambio la palabra)