lunes, 11 de noviembre de 2013

"Intemperie": "pensó que el infierno que le esperaba al final de sus días no debía ser muy diferente del sufrimiento en que vivía"

 
 
La luna en cuarto creciente, miles de estrellas envían su luz a guiños y yo debo tomar el camino, en dirección norte, hasta llegar a una esclusa. Desde allí he de avanzar por una vereda y seguirla un par de horas hasta un pequeño encinar y, desde allí, se ve la aldea. Según el viejo, llegaré al alba.
 


 
El burro y yo avanzamos junto al canal seco. Cabeceo y estoy a punto de caerme, me espabilo y le atizo con la vara, el animalito rebuzna pero no se da más prisa; tal vez no admita órdenes que no vengan del cabrero. Ya sé que andando tardaría lo mismo, pero así voy más descansado y guardo fuerzas para cargar con el tesoro del agua que salvará nuestras vidas, la del cabrero, la mía. Agua.

 
Me despierto y rumio lo que me aconsejó el viejo: “Guárdate de la gente del pueblo”.No sé si me lo dijo pensando en mí o pensando en él. O en los dos. ¿Por qué no? Vuelvo a meterme en los recuerdos que me queman. Hoyo, palmera, emplasto, saetera, pene del cabrero y colillas del alguacil. Fuego.
 

 
Me despierto y veo la esclusa. El burro sigue sin obedecer a mis prisas. Al borde del canal lo dejo suelto y comienzo a buscar tallos secos. Me subo donde termina la acequia, su lecho está lleno de fango seco. Desde allí, llanura, piedras y barro. Ni rastro de agua.

Llego al encinar poco antes de que salga el sol, el viejo es sabio con la medida del tiempo. Amarro al asno y ando sobre hojas con dientes y caperuzas de bellota vacías.
 
 

 Diviso el pueblo, unas pocas casas y una iglesia. Tres cipreses se asoman, curiosos, fuera de la tapia de un cementerio pequeñito, la brisa los mece. Cae una bellota vacía, tengo hambre y en el pueblo no hay señales de vida. O está abandonado o es demasiado temprano.
 
 
Decido ir sin el burro para moverme sin llamar tanto la atención, luego si todo sale bien volveré a por el animal, lo cargaré de agua y volveremos al castillo.
 
 
Salgo a campo abierto con las primeras luces, una de mis botas abre la boca, me entra arenilla y voy a vaciarla. Mis manos apestan a humo, si hay algún perro, no tardará en ladrar. Me afloja el estómago pensar en perros. El alguacil tenía uno color chocolate, doberman decía. Y lo llamaba cuando yo no hacía lo que él pedía. Tiemblo, me orino en los pantalones, es la segunda vez. Miedo.
 
Wikipedia
 
La luz arranca al paisaje formas nuevas. A cuatro patas hasta el cementerio, me pongo de pie, veo algunas casas. ¿Y el pozo?
 
 
La iglesia se parece a la de mi pueblo, con un techado que da sombra a un pórtico. La puerta, desencajada, a punto de venirse abajo. Está abandonada, mejor y peor para mí. No tendré que esconderme de nadie, pero si no hay personas…tal vez tampoco haya agua. Agua.
 
 
Desde la cabecera, veo tejados hundidos, ventanas descolgadas y una cosechadora invadida por la maleza.
 
 
A ambos lados de la calle encuentro las mismas casas con puertas derribadas, vigas caídas, escombros, baldosas sucias, cuadros descolgados y almanaques atrasados.
 
 

Me acerco a una, huele “a sombra y a aceitunas podridas”, escucho aleteos y arrullos de palomas.


Hacia el final del pueblo, la calle se abre en una plaza con el pozo. Como necesito cuerda, me dedico a desliar pitas de la madera, en las ruinas de las casas. Cuando tengo suficiente, apaño una orza para que sirva de cubo.
 

 
En una despensa encuentro varias latas de conserva hinchadas. Consigo abrir una, huele tan mal que huyo a la calle. Vacío y limpio la lata, ya tengo vaso.
 
 
Vuelvo al pozo, arrojo una piedra y escucho el ruido del agua; de sobra sé lo malsana que es el agua de un pozo abandonado.
 
 
Saco agua llena de lombrices que se mueven. Me quito la camisa y la pongo sobre la boca de la lata a modo de filtro. Allí se van quedando lombrices y renacuajos que saltan como peces. El primer trago me sabe limoso pero es tanta mi sed que bebo hasta que no puedo más.
 
 
Me lavo como puedo, caen churretes y más churretes negros. Hollín, polvo, sangre y pis. Me echo mucha agua por la cabeza, he de volver en busca del burro.

A medio camino, noto retortijones que me obligan a encogerme, me golpean en la tripa. Allí mismo, hago caca y mi tripa vuelve a su ser. Me limpio con una piedra y ,cuando me subo los pantalones, otro retortijón. Soy un grifo.

Encuentro al burro donde lo dejé, tan tranquilo, mordiendo hierbajos. Volvemos al pueblo, el contoneo del animal me revuelve el estómago; menos mal que...ya no me queda nada dentro. Yo también me siento más tranquilo, he encontrado agua sin tener que enfrentarme a nadie, agua podrida pero agua.
 

Entro en el pueblo dormido y abrazado al cuello del burro que se va derechito al pozo de la plaza como si fuera un zahorí. Se pone a lamer el barro húmedo y casi me tira. Bajo, le doy de beber y el animalito mete la lengua hasta el fondo. Pienso en cómo apañármelas con las garrafas, decido llenarlas poco a poco sin descargarlas del burro.
 
 
Doy la vuelta al pozo y me siento en la parte más sombreada. El sol está muy alto y la sombra es muy chica. No quiero meterme en ninguna de las casas, los techos son una ruina. Coloco al burro cerca del brocal, para que me proteja del sol.

Me despierto acalorado, hundido en pis y caca del burro. El animal está algo más allá. No sé cuanto tiempo llevo al sol, me acuerdo de las quemaduras , me mareo, me entra rabia contra el asno que me niega la sombra. Y voy y le arreo un puñetazo. Noto un calambrazo que recorre mis huesos, grito hasta caer agotado.
 
 
Y oigo una voz a mis espaldas:

-"No pareces muy contento, chico"

Salto como un gato, corro al pozo y me tiro tras el brocal. Oigo el chirrido metálico de un eje. Me imagino a un labrador. La voz me dice que salga, que no me va a hacer nada, que me lleva viendo desde lo de la iglesia. Le hago saber que yo no he hecho nada, que me deje marchar.

Me dice que salga, no puedo hacer otra cosa. La calle es demasiado larga, el hombre tendrá una escopeta. Llegar hasta el castillo, imposible. Si vuelvo sin agua, el viejo morirá y yo también.

Asomo la cabeza y lo que veo a un extraño hombrecillo tullido. Barba negra y sayo de tela de saco. Manos incompletas, piernas amputadas por debajo de la rodilla, unas correas unen sus muslos a una tabla. Madera y hombre, los dos parecen uno, igual de sucios y malolientes. Me parece tan inofensivo que le hablo con algo de desprecio, me olvido que puede ser el dueño del pozo o esconder una pistola.

 
Me doy cuenta de que no me conviene irritarle. Le digo que "sólo he cogido un poco de agua". Me dice que puedo tomar la que quiera, que quizá me haya entrado cagalera. Aprieto el culo para dentro cuando me dice eso último.

Me pregunta qué hago aquí solo y le contesto que mi padre y mi hermano me esperan en el encinar. Me dice que vaya a buscarlos, que podemos comer en su posada, que no nos cobrará mucho. No veo posada alguna. ¿Quién va a tenerla en un sitio así?

El enano me señala una casa con la puerta abierta y no del todo derruida, al final de la calle. Me resisto a acompañarle; pero él me habla de pan y de dulces, de "perrunillas" con almendras y azúcar, y me engatusa. Le sigo mientras él avanza con un par de tacos de madera que sujeta con fuerza, aunque sólo tiene dos dedos en cada mano.

 
A medio camino se atasca y me cuenta que, a veces, engancha al cerdo para tirar del carrito. Me imagino al cochino enganchado como un caballo y me hace gracia; hace cuatro inviernos´tuvimos uno en casa, padre lo mató, madre hizo embutido, mis hermanos y yo metíamos las manos en la sangre. Fue la última matanza.

Entro en la casa, noto frescor y un olor a, a...embutidos, algo increíble: "chacinas colgadas, paletillas, costillares ahumados, una careta de cerdo seca...costales grandes de harina...almendras, botellas de vino...sardinas saladas, piezas de bacalao, castañas secas, carillas, azúcar y, al fondo, una puerta...que prometía más viandas".

Como un plato de alubias y berzas con unto, rebaño el plato con rebanadas de hogaza, pido agua, la del tonel hay que cocerla y enfriarla. Me trae medio chato de vino, perrunillas, dátiles y garrapiñadas. Nunca, en mi vida, había comido tanto.

 
Mientras como, me cuenta que el pueblo se marchó cuando el pozo dejó de dar buen agua. Antes de la sequía, vivía allí con su hermano, su cuñada y su sobrino. Se fueron a la ciudad en busca de trabajo y dijeron que volverían por él...hace un año. Sigue hablando y me quedo "amodorrado sobre la mesa". Tengo un mal sueño, corro delante de alguien al que no puedo ver...acabo en la estrechez de un ataud.

Y, cuando despierto, estoy solo y encadenado. Me duele la cabeza y el estómago, necesito hacer caca, pero no me puedo mover más de un metro. Intento sacar la mano del grillete. Estiro el brazo para alcanzar la ventana cerrada con el pie, la posición me hace eructar, noto los ácidos, la boca me sabe a limón malo. Consigo romper la silla y golpeo el cristal con las tablas del respaldo y una pata, entra la luz, descubro que el burro no está y que estoy apresado con una argolla de hierro.

 
Estoy rodeado de cosas buenas para comer pero no puedo moverme. El tullido tenía comida para aguantar un año pero ha huido...¿por un burro viejo?

Pienso en el cabrero, lo imagino "tirado al pie de la muralla a punto de dejar de respirar". Los cuervos esperan quietos el momento y las cabras enloquecen. Yo también moriré de sed y de hambre y atado. Pienso en mi familia, no, ellos me han llevado hasta aquí. Mi familia es el cabrero.


Sobre la mesa, todavía está el plato en que he comido. En una esquina hay un cenicero de lata con una única colilla marrón, el estómago se me revuelve, ahora comprendo, el alguacil estuvo aquí. El enano va a delatarme y tengo que alcanzarlo.


Forcejeo, nada. Consigo alcanzar un tocino y froto mi muñeca con el sebo, la mano no sale. Cojo el metal con la mano libre y tiro con la otra mientras la giro. Nada. Movilizo el dedo chico, lo masajeo, pongo los dedos juntos, tiro, qué dolor, me arde la piel, lloro, sigo tirando, caigo de espaldas, estoy libre. Salgo a la calle, la tarde cae anaranjada. Llevo el pulgar ensangrentado, me cuelga un trozo de piel, el hueso se me ve. Lavo mi herida con agua, agua. De prisa, chico, deprisa.


La servilleta como vendaje, enseguida se pone roja, roja. Cojo algo de comida, una botella de agua, vino y cerillas. Dos o tres horas de luz todavía. Un rastro de herraduras y rodadas, corro como nunca he corrido, no puedo dejar que el del carrito encuentre al alguacil.

Es de noche cuando alcanzo a ver al asno avanzando hacia el sur. Mis botas asoman la lengua, me entra gravilla pero no me paro, a no ser que algo me pinche. Troto y ando, ando y troto. El "bastardo lisiado" ha montado su carroza: una collera para el burro unida a una cuerda atada a la tabla. Avanza torpe a ras de suelo, muy codicioso debe ser este hombrecito; a saber la recompensa que habrá ofrecido el alguacil.

Me voy acercando en silencio, agarro una piedra como una patata grande y apunto a la cabeza del enano. No le da sino que pasa  por encima y golpea al burro en el trasero. El animal rebuzna, rebrinca y suelta coces a un lado y otro, nunca lo vi así. Una da de lleno en la frente del conductor del carrito y lo deja sin sentido.


Corre sin rumbo, arrastra el cuerpo con la tabla atada a los muslos, la cabeza rebota sobre las piedras. Luego, el animalito se calma y viene hacia mí. Lo miro fijamente, estiro la mano y la olisquea. Busco su quijada, le masajeo el pellejo fofo , bufa enfadado, me perdona la pedrada.

Pasamos un rato abrazados, me falta valor  para comprobar si  está vivo o muerto. Por fin, acerco la oreja a la boca del hombre, respira, vive. Le palpo la chaqueta y encuentro el bando de mi búsqueda, ofrecen veinticinco monedas por dar noticias mías.

Corto la cuerda y deshago el carruaje. El animal se hace a un lado, dejando al tullido en el suelo, atado a la tabla. Lleva una U en la frente, la marca de la herradura. Una línea de sangre brota de la herida que ha abierto uno de los clavos.

Pienso que estoy ante quien me iba a entregar a mis verdugos, le doy una patada detrás que lo cambia de postura, al borde del camino. Dejarlo allí sería condenarlo a morir bajo el sol. Si me lo llevo, sería un problema. Si pierdo el tiempo en llevarlo a la aldea, será tarde para el cabrero. No sé qué hacer.


Pienso en que he de tomar una decisión que salva a un hombre y condena a otro a una muerte segura. Mi corazón está con el viejo cabrero pero es el cuerpo del tullido el que se desangra a mis pies. Haga lo que haga será pecado mortal.


Recuerdo del cura de mi pueblo en el púlpito, el dedo en alto y echando salivazos sobre los que estábamos abajo. Aquellos sermones que hablaban de justos, de fariseos, de meretrices, palabras que nunca entendí. Sí, iré al infierno pero el infierno no será peor que el llano con el alguacil, el tullido y...mi padre.


El lisiado parece volver en sí,  le arreo una patada en la boca, la sangre abre "una ventana entre sus colmillos podridos". Y noto la sangre, la mía, recorriendo mi cuerpo, abrasándome por dentro. Me pica la cabeza, tengo la bota llena de chinas, miro a mi alrededor; tal vez haya testigos o gente que me pueda ayudar. Nadie.

Se me pasa por la cabeza llevarlo a la alberca y tirarlo dentro. "Arrastrar su cuerpo desnudo sobre las rocas, atar sus manos a las tuberías de hierro...y desmembrarlo con la ayuda del burro". Pecado.
 
 Podría llevarlo conmigo, curar sus heridas, pedirle perdón. Por un instante debe rondar por aquí mi ángel bueno. No, ni hablar.

Gime otra vez, le propino una nueva patada en la cara que le destroza la nariz. Me alejo cuanto antes del lugar en que reposa el tullido. A ver qué me aconseja el cabrero. Rumio algo "sobre justos y pecadores o sobre la aguja, el camello y el reino de Dios". Busco una posible justificación.

"Todavía era de noche cuando divisó el perfil roto del castillo". Allá iremos.

Un abrazo de:

María Ángeles Merino

3 comentarios:

Bertha dijo...

Que odisea pobre chiquillo es que, sale de una y, se mete en otra: no me extraña que le tenga tanto afecto al cabrero;ojalá llegue a tiempo.

Un abrazo MªAngeles

MIMOSA dijo...

Me pareció una escena bastante violenta la del niño atizando al lisiado cuando la leí, y ahora vista desde esta primera persona, creo que más aún.
Ese debatirse entre el bien y el mal, la rabia contenida, el desprecio acumulado de todo este tiempo parece explotarle al muchacho y lo descarga todo junto.

Me encantan los perros, pero también tuve una mala experiencia con un dóberman de esos, así que no me extraña que al niño se le erice el cuerpo de recordarlo.

Gracias por la receta de ese caldito gallego, no lo conocía, mmmm,¡habrá que probarlo!

Besos

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Ya te lo he dicho, pero necesito insistir: narrarlo desde dentro del niño da una nueva perspectia al texto. ¡Cuánto trabajo de ilustración (aunque me temo que las comidas no eran tan sabrosas como las de estas fotografías!
Gracias por seguir adelante con Intemperie.